Parece que todas son preguntas.
Mis padres hacen bip-bip y hablan en binario en la cocina. Sus modelos son de los primeros que se comercializaron y para poder comprender lo que dicen tendría que encender el traductor, pero no me apetece aguantar sus sermones. Ignoro sus cuerpos metálicos que giran sus «ojos» hacia mí, cojo una barrita energética del armario y salgo antes de que me puedan detener.
Los reporteros me esperan a la salida del edificio. No logran captar nada, llevo el velo puesto para que no me reconozcan. Me escabullo lejos de los centros de recarga de baterías, evitando los lugares propicios a las aglomeraciones, como los locales de virus. Son la alternativa cibernética a los bares de toda la vida, donde las latas pueden poner en riesgo la integridad de su código por un módico precio. De forma controlada, claro. Supongo que es lo más parecido a drogarse siendo una consciencia inmortal.
Llego al río, que fluye ajeno a la civilización que lo rodea. Recorro el paseo abandonado, en el que sobreviven algunos árboles y bancos vacíos. Desconecto la conexión a internet de mi cerebro. Aprovecho la calma del lugar para comer la barrita energética mientras paseo en soledad. ¿Es esta mi última comida?
Miro la marca de la barrita, letras rojas que destellan en el papel brillante que sostengo, ya vacío, entre los dedos. Me siento en un banco a un lado del puente y agacho la cabeza. Suspiro. Me pesan las ideas.
No debería haber motivos para dudar. La transferencia de conciencia es una práctica totalmente aceptada y extendida. (Joder, y tanto, si yo soy el último que queda.) Por fin la humanidad se ha librado del yugo de la carne, este ser en constante desgaste que supone estar encerrado en un cuerpo biológico.
No debería ser una cuestión de miedo. Los testimonios de los transferidos son unánimes: siguen siendo ellos mismos. (Si es que eso es posible. Si es que me puedo fiar de sus testimonios. Si es que sabemos qué coño quiere decir ser uno mismo.)
Los cuerpos biológicos son eliminados en el proceso; es imposible saber qué opinan sobre si ellos también se consideran ellos mismos. No es un crimen, es una cuestión legal. La clonación nunca fue aceptada por la sociedad. No puede haber dos copias idénticas de una persona. Así que si uno pasa a ser un ser eterno, hecho de electricidad y de unos y ceros, tiene que dejar de ser un cuerpo biológico, tiene que dejar de comer y cagar, tiene que olvidarse de llorar si se pone triste, decir adiós al impulso sexual: no más secreciones, no más absorciones. Puede parecer algo negativo, pero no es tan así porque también uno tiene que olvidarse de la fragilidad de la biología, de las enfermedades: todos los microbios que nos azotan, las mutaciones en genes que hacen tic-tac, como una bomba de relojería esperando a explotar. En definitiva, tiene que decir adiós a la muerte.
Y también: adiós a la vida.
Adiós al sabor de las fresas con nata, adiós al olor del perfume de las flores, adiós al tacto de la piel de otro ser humano.
Adiós a envejecer, a notar que el tiempo se escapa entre los dedos, no siempre utilizado en actividades provechosas. Si es que hay alguna actividad realmente provechosa. Adiós a mirarse un día en el espejo y sorprenderse por las canas, que de algún modo sigiloso han ido sustituyendo a los pelos nativos. Adiós a las arrugas, a la cara: no más expresiones faciales. Uno siempre puede recordar lo que es una sonrisa, no hace falta practicarla.
Otro esbozo se traza borroso en mi mente. ¿Qué soy yo? ¿Soy yo, ahora, pensando qué soy yo? ¿No se preguntó esto algún filósofo sesudo hace una pila de años? Podría conectarme y buscarlo en internet pero hoy no tengo ganas de dejar mi huella en el ciberespacio. Si yo no soy mi cuerpo, si no soy más que la consciencia, como parece que ahora es dogma, entonces la existencia biológica es monstruosa. Soy una consciencia atrapada en un ser que necesita alimentarse de su entorno todos los días, soy un pensamiento dependiente de renovar constantemente sus células para sobrevivir. Mi cuerpo de una forma imparable, como si fuera algo ajeno a mí, consume su entorno y emite los desechos de ese intercambio entrópico, una y otra vez. Mi cuerpo es, en potencia, todo el universo, y en acto, es una aspiradora con fugas. Pero.
Pero…
Pero…
Pero, ¿y si no es así?
Si no soy solo pura consciencia, si no tiene sentido preservarla, si en realidad la consciencia no es más que una ilusión que crean las neuronas para contarnos a nosotros mismos una historia, la película de nuestra vida, un bonito relato hecho a base de fotogramas mentales; un film de un solo pase con un solo espectador y en el que todas las localidades están ocupadas.
Si eso no es así, mis padres murieron hace unos años y las máquinas que los replican en mi casa no son más ellos que una fotografía en tres dimensiones o un archivo de vídeo.
Si eso no es así, yo soy el último humano y hoy es el día en que tengo programado mi suicidio.
Si eso no es así…
O al revés. Sea como sea, sea lo que sea, una cosa es cierta. Antes de que existiera la transferencia de consciencia, todas las personas morían. Todas. Todas. Todas. Millones de personas abonan el planeta. Quién sabe cuántos átomos de sus antiguos cuerpos forman parte ahora de mis células.
Si todas ellas murieron, ¿por qué nosotras merecemos la inmortalidad? ¿Porque nacimos en el momento adecuado? Nos hemos arrogado el derecho a decidir que tendremos la última palabra. Hemos dicho: hasta aquí. No va a haber nuevos seres humanos nunca más. Esto es el final. Los transferidos, son todos los que quedan: todos los que hay, todos los que habrá. Es el fin de la Historia.
Por algún motivo, todo esto me enfada. Mucho.
Así que no.
No.
No lo haré.
Vendrán a por mí.
Lo sé.
Dirán que dónde me he metido, que si han esperado por mí durante horas en la clínica.
Que si los reporteros.
Que si estuvieron mandándome mensajes sin parar por el chat.
Que si pum que si pam.
Ni de coña.
He tomado una decisión.
Si este es el último día de mi vida (al menos, desde un punto de vista biológico), yo seré quien decida.
Lo haré a la antigua usanza.
Un puente.
Un río.
Que va a dar en la mar.
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