domingo, 13 de agosto de 2023

Dedicatoria a las cosas que viven dentro de mí

A la jauría de perros salvajes que viven en mi pecho 
y que aúllan por las noches
mientras intento conciliar el sueño.

Al martillo neumático que repiquetea contra las costillas 
pum-pum, pum-pum, pum-pum 
¿quién lo puso en marcha? 
yo desde luego no.

A los trozos de cada persona que he conocido 
y que guardo en botes con formol 
colocados en las vitrinas de mi cabeza; 
hay días que recorro las galerías
como un turista de mi pasado 
caras, manos, trozos de piel 
miradas, despedidas, besos, insultos 
(a veces no puedo evitar la tentación
y me invento al resto la persona
a partir de lo único que conozco:
un pequeño fragmento irregular parduzco).

A la alarma que lleva sonando
treinta y siete años aquí dentro:
es Pedro diciendo que viene el lobo 
una y otra vez, una y otra vez; 
hay veces que no le presto atención 
como si fuera el ruido del tráfico 
pero otras veces no puedo evitar escucharla 
y tiemblo de miedo
mientras acaricio al lobo que descansa en mi regazo.

sábado, 18 de febrero de 2023

Seguir siendo

A veces eres el último dinosaurio vivo sobre la faz de la Tierra 
Esperando la extinción 
Pensando que 
Mereció la pena 
Haber visto el meteorito. 

A veces eres un detective alcohólico que patrulla las calles por la noche 
Y sonríes tras dar un trago a la petaca 
Sientes que se acerca la gran revelación 
Crees que vas detrás de la pista adecuada 
Pero hace años que nadie te encarga un caso. 

A veces eres un fantasma en una casa encantada 
Volviendo una y otra vez a hacer lo mismo 
Lo mismo que hacías cuando estabas vivo 
El microondas calienta una taza a las 7 de la mañana 
La tele se enciende sola  
Los libros se abren y se cierran 
Cosas así 
Es la única explicación para un poltergeist tan aburrido. 

A veces eres un hombre en una cinta 
O un hámster en una rueda 
Tanto da 
En cualquier caso estás corriendo 
Corriendo sin parar. 
Y aunque al final no llegarás a ningún sitio 
Serás diferente a la persona que empezó a correr: 
En eso consiste la vida.

lunes, 13 de febrero de 2023

Un juego

Alguien dice que es un juego
Y al darnos cuenta
En ese preciso instante
Deja de ser un juego.

Es el principio de incertidumbre del juego
No puede ser un juego si los participantes saben que es un juego.

Porque entonces
Al saber que es un juego
Dejas de jugar.

El juego requiere naturalidad
Inconsciencia
Ligereza
Y ser consciente de que uno debe ser ligero
Lo vuelve pesado.

Como cuando te dicen que no te preocupes
Y entonces piensas
¿Debería estar preocupado?
Y acto seguido
Pasas a estarlo.

No hay solución satisfactoria
Ser y pensar no se llevan bien
Crees que eres lo que piensas
Pero no
No eres lo que piensas
Eres lo que haces.

Estuve mucho tiempo tirado en el sofá
Tirado en la cama
Tirado en el suelo
Tirado pensando
Pensando en escribir.

Hasta que no me puse a escribir
Todo ese tiempo que pasé tirado
No fui un escritor
Solo fui un cadáver
Con los ojos repletos de sueños.

martes, 10 de enero de 2023

Huella

Ojalá no dejar nunca huella
en nadie, en nada.

Ojalá ser un grito en un sueño,
una caricia a un animal muerto,
un relámpago en la imaginación,
un pedo en una habitación acolchada,
una cuenta sin seguidores,
una gota de agua en el oceano,
una calavera más en el osario,
un aborto desapercibido,
un poema que nunca será leído.

Ojalá caminar de puntillas
en la cara oscura de la luna,
cerrar los ojos
sin quitarse el antifaz,
jugar al ajedrez
contra sí mismo,
apostarlo todo a la nada,
no decir nada en el lecho de muerte,
irse del bar 
y que nadie te eche en falta.

Ojalá no dejar nunca huella,
que nadie jamás piense en mí
y que algún día en el futuro
frunzas el ceño
dudando si acaso
fui
real

lunes, 15 de marzo de 2021

Tribulaciones ontológicas de una mente biológica en un futuro post-transhumanista

Que todos los días sean así, por toda la eternidad; esa es la idea que zumba en mi cabeza mientras contemplo tumbado los detalles del techo de la habitación. A pesar de la imprecisión de los pensamientos, hay algunas frases garabateadas, un croquis verbal, que logro articular: ¿Cómo podré soportar el aburrimiento? ¿Soy un desagradecido? ¿Para qué? 

Parece que todas son preguntas.

Mis padres hacen bip-bip y hablan en binario en la cocina. Sus modelos son de los primeros que se comercializaron y para poder comprender lo que dicen tendría que encender el traductor, pero no me apetece aguantar sus sermones. Ignoro sus cuerpos metálicos que giran sus «ojos» hacia mí, cojo una barrita energética del armario y salgo antes de que me puedan detener.

Los reporteros me esperan a la salida del edificio. No logran captar nada, llevo el velo puesto para que no me reconozcan. Me escabullo lejos de los centros de recarga de baterías, evitando los lugares propicios a las aglomeraciones, como los locales de virus. Son la alternativa cibernética a los bares de toda la vida, donde las latas pueden poner en riesgo la integridad de su código por un módico precio. De forma controlada, claro. Supongo que es lo más parecido a drogarse siendo una consciencia inmortal. 

Llego al río, que fluye ajeno a la civilización que lo rodea. Recorro el paseo abandonado, en el que sobreviven algunos árboles y bancos vacíos. Desconecto la conexión a internet de mi cerebro. Aprovecho la calma del lugar para comer la barrita energética mientras paseo en soledad. ¿Es esta mi última comida?

Miro la marca de la barrita, letras rojas que destellan en el papel brillante que sostengo, ya vacío, entre los dedos. Me siento en un banco a un lado del puente y agacho la cabeza. Suspiro. Me pesan las ideas. 

No debería haber motivos para dudar. La transferencia de conciencia es una práctica totalmente aceptada y extendida. (Joder, y tanto, si yo soy el último que queda.) Por fin la humanidad se ha librado del yugo de la carne, este ser en constante desgaste que supone estar encerrado en un cuerpo biológico. 
No debería ser una cuestión de miedo. Los testimonios de los transferidos son unánimes: siguen siendo ellos mismos. (Si es que eso es posible. Si es que me puedo fiar de sus testimonios. Si es que sabemos qué coño quiere decir ser uno mismo.) 
Los cuerpos biológicos son eliminados en el proceso; es imposible saber qué opinan sobre si ellos también se consideran ellos mismos. No es un crimen, es una cuestión legal. La clonación nunca fue aceptada por la sociedad. No puede haber dos copias idénticas de una persona. Así que si uno pasa a ser un ser eterno, hecho de electricidad y de unos y ceros, tiene que dejar de ser un cuerpo biológico, tiene que dejar de comer y cagar, tiene que olvidarse de llorar si se pone triste, decir adiós al impulso sexual: no más secreciones, no más absorciones. Puede parecer algo negativo, pero no es tan así porque también uno tiene que olvidarse de la fragilidad de la biología, de las enfermedades: todos los microbios que nos azotan, las mutaciones en genes que hacen tic-tac, como una bomba de relojería esperando a explotar. En definitiva, tiene que decir adiós a la muerte. 

Y también: adiós a la vida. 

Adiós al sabor de las fresas con nata, adiós al olor del perfume de las flores, adiós al tacto de la piel de otro ser humano. 

Adiós a envejecer, a notar que el tiempo se escapa entre los dedos, no siempre utilizado en actividades provechosas. Si es que hay alguna actividad realmente provechosa. Adiós a mirarse un día en el espejo y sorprenderse por las canas, que de algún modo sigiloso han ido sustituyendo a los pelos nativos. Adiós a las arrugas, a la cara: no más expresiones faciales. Uno siempre puede recordar lo que es una sonrisa, no hace falta practicarla. 

Otro esbozo se traza borroso en mi mente. ¿Qué soy yo? ¿Soy yo, ahora, pensando qué soy yo? ¿No se preguntó esto algún filósofo sesudo hace una pila de años? Podría conectarme y buscarlo en internet pero hoy no tengo ganas de dejar mi huella en el ciberespacio. Si yo no soy mi cuerpo, si no soy más que la consciencia, como parece que ahora es dogma, entonces la existencia biológica es monstruosa. Soy una consciencia atrapada en un ser que necesita alimentarse de su entorno todos los días, soy un pensamiento dependiente de renovar constantemente sus células para sobrevivir. Mi cuerpo de una forma imparable, como si fuera algo ajeno a mí, consume su entorno y emite los desechos de ese intercambio entrópico, una y otra vez. Mi cuerpo es, en potencia, todo el universo, y en acto, es una aspiradora con fugas. Pero.
Pero…
Pero…
Pero, ¿y si no es así?

Si no soy solo pura consciencia, si no tiene sentido preservarla, si en realidad la consciencia no es más que una ilusión que crean las neuronas para contarnos a nosotros mismos una historia, la película de nuestra vida, un bonito relato hecho a base de fotogramas mentales; un film de un solo pase con un solo espectador y en el que todas las localidades están ocupadas. 

Si eso no es así, mis padres murieron hace unos años y las máquinas que los replican en mi casa no son más ellos que una fotografía en tres dimensiones o un archivo de vídeo.

Si eso no es así, yo soy el último humano y hoy es el día en que tengo programado mi suicidio. 

Si eso no es así…

O al revés. Sea como sea, sea lo que sea, una cosa es cierta. Antes de que existiera la transferencia de consciencia, todas las personas morían. Todas. Todas. Todas. Millones de personas abonan el planeta. Quién sabe cuántos átomos de sus antiguos cuerpos forman parte ahora de mis células. 

Si todas ellas murieron, ¿por qué nosotras merecemos la inmortalidad? ¿Porque nacimos en el momento adecuado? Nos hemos arrogado el derecho a decidir que tendremos la última palabra. Hemos dicho: hasta aquí. No va a haber nuevos seres humanos nunca más. Esto es el final. Los transferidos, son todos los que quedan: todos los que hay, todos los que habrá. Es el fin de la Historia. 

Por algún motivo, todo esto me enfada. Mucho. 

Así que no. 
No.
No lo haré.
Vendrán a por mí. 
Lo sé. 
Dirán que dónde me he metido, que si han esperado por mí durante horas en la clínica. 
Que si los reporteros. 
Que si estuvieron mandándome mensajes sin parar por el chat.
Que si pum que si pam. 
Ni de coña.
He tomado una decisión.
Si este es el último día de mi vida (al menos, desde un punto de vista biológico), yo seré quien decida. 
Lo haré a la antigua usanza. 
Un puente. 
Un río. 
Que va a dar en la mar.

sábado, 30 de enero de 2021

Cuando lleguen los extraterrestres

Cuando lleguen los extraterrestres, yo ya no estaré aquí. 

Cuando desciendan de sus naves espaciales y contemplen a través de su apéndice sensorial el paisaje desolado (y, aunque el planeta en ese momento no sea más que una gigantesca ruina, ellos lo vean como un hallazgo extraordinario y embotellen cucarachas con reverencia), yo ya no estaré aquí. 

Cuando reparen en los restos de lo que algún día fue una gran ciudad, yo ya no estaré aquí.

Cuando vean los edificios en ruinas bañados por la lluvia, el mar lamiendo los rascacielos con suaves olas, la catástrofe ya pasada, yo ya no estaré aquí.

Cuando desplieguen sus equipos de excavación, imposibles de entender para nuestra anatomía, pero adecuados y pensados para sus cuerpos, y empiecen a buscar más allá de la superficie, yo ya no estaré aquí. 

Cuando saquen los primeros huesos y se estrujen la cabeza intentando comprenderlos (las cucarachas no tienen huesos, los extraterrestres no tienen huesos), yo ya no estaré aquí. 

Cuando encuentren mi esqueleto y lo metan en una de sus naves espaciales, yo ya no estaré aquí.

Cuando se lleven mis huesos junto con los demás a su planeta de origen y allí por fin los comprendan, y finalmente los cataloguen, yo ya no estaré aquí. 

Cuando pongan mi esqueleto en una máquina y, no sé cómo, logren reconstruir el resto del cuerpo, usando el esqueleto como un mero andamio, como si el tiempo echase marcha atrás, y retornen lentamente los músculos, los nervios, la vasculatura, las vísceras o el encéfalo, yo ya no estaré aquí. 

Cuando mis ojos se abran de nuevo, yo ya no estaré aquí. 

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Viejos amigos

Tenía cinco años la primera vez que la vi. Era un día soleado. Iba caminando de la mano de mi madre, pero al verla a lo lejos me detuve, la señalé y le pregunté a mi madre que quién era esa señora. Mi madre se limitó a decirme que señalar a la gente era de mala educación. 

Esa es la metáfora. En realidad no recuerdo la edad exacta que tenía cuando la vi por primera vez. Tampoco es verdad que la viera por la calle. La verdad es que la vi dentro de mi cabeza, aunque no del todo definida, era más bien un atisbo, una sombra, que una imagen clara. 

Pero lo que sí es verdad es que era un día soleado y que iba por la calle con mi madre. Y, aunque no la señalé, sí que le pregunté por ella.

—¿Qué ocurre cuando se muere? —No estoy seguro de si estas fueron mis palabras exactas, quizás (probablemente) fueron mucho más torpes. 

Mi madre se limitó a ser sincera. Me dijo que al morir uno deja de vivir, que ya no se está más. O al menos eso es lo que recuerdo: una confirmación de mis más temidas sospechas. 

La figura se giró y me saludó con la mano, antes de desaparecer calle abajo. 

Así es cómo pasé de intuir a duras penas su presencia a verla en todo su esplendor terrorífico. 

Me olvidé de ella un tiempo. Me dediqué a los quehaceres cotidianos, a los juegos, a vivir el momento concreto en el que estaba. Pero una noche, antes de que pudiera conciliar el sueño, ella volvió. Se apoyaba en el quicio de la puerta, su silueta recortada contra la luz que venía del fondo del pasillo donde mis padres veían la televisión. Es entonces cuando recordé la respuesta de mi madre y tuve miedo de cerrar los ojos y no poder volver a abrirlos. 

En esta tesitura hice lo que cualquier niño educado en la fe cristiana hubiera hecho en mi situación: rezar. Recé, paralizado de terror, mientras ella me miraba en silencio. Y le pedí a Dios que, por favor, cuando llegara el momento, me enterase de todo. Quería estar consciente. Sentirlo todo. El dolor, da igual. No quería dejar de ser. 

Ella sonreía mientras yo lloraba, podía sentirlo a pesar de la sombra que le cubría la cara. 

Me acabé durmiendo de puro agotamiento. 

En ese momento no lo sabía, pero la verdad es que en aquellos momentos no rezaba a Dios. En realidad era a ella a quien iba dirigida mi plegaria. 

Las cosas después no fueron a mejor. Mi adolescencia consistió en dos manos enormes que metieron sus dedos enguantados en el agujerito que ella me había hecho en el pecho para luego tirar de los bordes en direcciones opuestas. 

Y el agujero se convirtió en un abismo. 

Sobreviví aferrado a la rutina como un náufrago agarrado a una tabla a la deriva. Eso me permitió superar los días, pero la noches eran otra cosa. Ella venía a visitarme a diario y ya no se limitaba a saludar de lejos o a mirarme desde el pasillo. Entraba a mi cuarto y se metía conmigo en la cama. Me abrazaba mientras yo me limitaba a temblar y a llorar. Su aliento apestaba. 

En esa época confundí la desesperación que sentía con amor no correspondido. Y esa desesperación que yo llamaba desamor fue la que, paradójicamente, me ayudó a encontrar mi primer gran amor.

El alcohol. 

Las borracheras pasaron a ser las olas que me arrastraban de un lado para otro mientras yo seguía agarrado a mi tabla. 

En el vaivén de las olas me acostumbré a su presencia y ella, poco a poco, dejó de visitarme. 

Una mañana desperté en una playa a la que la marea me había arrastrado. Escupí agua de mar sobre la arena y me puse de pie para contemplar los alrededores. Había sobrevivido al naufragio. Habían pasado años, pero lo había conseguido. Me puse en camino, eso sí, sin atreverme a soltar mi tabla de salvación. Ahora era un adulto. Un puto adulto. 

Llegado este momento tengo que hablar brevemente de mi amor. 

La primera vez que vi a mi amor estaba siendo revolcado por el oleaje. Así que no fue hasta el instante en que pisé tierra firme que me atreví a invitarla a tomar algo. 

Ella se pidió un destornillador. 

Le pregunté si aquello era una cita. Yo deseé que así fuera. Ella también. Por tanto, fue una cita, nuestra primera cita. 

Eso fue hace once años. Y desde entonces no he tenido muchas noticias de mi antigua visitante nocturna. 

Hay quien la llama muerte y hay quien la llama depresión. Yo nunca he sabido su verdadero nombre y ella nunca me lo dijo cuando me echaba el aliento en la cara. Desearía no volver a verla nunca más, pero sé que este afán es algo pueril: nuestros caminos volverán a cruzarse. Eso sí, la próxima vez que nos encontremos ya no tendré miedo. Ya no. He sobrevivido a un naufragio. 

La próxima vez la saludaré como se saludan los viejos amigos. 

martes, 12 de mayo de 2020

El crujido

El crujido
no siempre avisa peligro.
A veces es lo contrario;
rendija, salida, escapatoria
o esperanza.
En mi barrio de pavimento
resquebrajado
la hierba brota indomable
las flores emergen imparables;
son reconquista de lo arrebatado.
En mi barrio de casas decrépitas
de vida aparentemente agotada
de tiempos mejores que nunca volverán
se escucha todos los días
el crujido
y parece preludio del derrumbe,
pero es augurio de primavera.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Muera España

Rojo y amarillo combinados en una proporción precisa, decidida, oficial.  Cuanto más sopla el viento,  más se estira ella, agarrada al mástil, más ondea al estilo de las olas que lamen las costas de todo el planeta. Para que funcione es preciso el dinamismo del aire, la agitación de la bruma, que se mueva con vehemencia aquello que no se puede ver. Es algo proporcional: funciona bien con una pequeña brisa, pero funciona mucho mejor con un ciclón de categoría 5. 
Sus raíces son aparentemente profundas, o al menos deben serlo, ya que el palo que la sostiene debería aguantar los embates de las rachas de viento. Sin embargo esa no es su única característica. También debe poder ser transportable, puesto que nunca se sabe en qué tierras extrañas habrá que clavarla para reafirmarse, para convertir lo desconocido en algo un poco menos terrorífico. Da igual que pises América, Perejil o la Luna. Además, su patrón sencillo, como un cuadro de Rothko, es fácilmente reproducible (para evitar contradicciones es recomendable recortar la etiqueta que reza «Made in China»). Después, como esquejes de un ficus, solo necesitas el sustrato correcto para que se multiplique. Eso sí, si el sustrato no es el adecuado no importa mucho porque, como ocurre con todo lo que es manipulable, puedes fertilizar el lugar con un poco de abono antes de proceder al izado. No hace falta ser muy cuidadoso con el tipo de abono, prácticamente cualquier tipo de hez sirve para preparar el terreno.
Ella es una especie de portal entre el mundo de los conceptos y el mundo real. Igual que una cruz representa al dios cristiano, el concepto que ella representa no es algo tangible. Un símbolo bajo el que es fácil ceder. Quién necesita pensar cuando puede dejarse llevar por semejante combinación cromática. Identifícate con ella, dicen sus súbditos. Bésala, te dicen. Pero para qué besar una tela que no tiene labios, que no late ni respira. Y lo que quizás es más embarazoso: ¿dónde hacerlo?
Los fieles no necesitan preguntarse nada. Como cualquier religión que te represente, te facilita mucho la vida. Elimina toda reflexión. Es más fácil aceptar una consigna del bando que te corresponde sin cuestionarla. Repite el chiste que viste en Twitter contra los que defienden otra tela pigmentada diferente. Sois un poco diferentes, de acuerdo. Quizás por el idioma y por algunas fiestas tradicionales. Pero no te engañes. En realidad sois tan parecidos. Todos estáis atados a un símbolo que ondea al viento. Os habéis convertido en mástiles. Seres inertes cuyo única razón de ser es sostener una representación abstracta que se amolda a cualquiera que se menosprecie. Talla única. Unisex. Una cosa que funciona mejor cuanto más fuertes sean las ventoleras. Mirad, mirad qué bien funciona ahora. Mientras alguien grita «viva España», otros esperan que se muera. Y yo sonrío con amargura. Porque sé que una nación no existe más que como delirio colectivo.
Las coloridas banderas ondean con fuerza. Yo salgo a la calle con la idea de aprovechar el huracán para sacar mi cometa gris. Nunca se sabe cuándo volverá otra oportunidad como esta para echarla a volar. 

miércoles, 19 de abril de 2017

Fénix

Volver a nacer.
El líquido amniótico, los aprietos; y después el frío, las luces cegadoras, el olor a quirófano.
Volver a respirar por primera vez.
Volver a llorar (a fin de cuentas, es lo mismo).
Quejarse de lo incómodo.
El cordón umbilical. La placenta. El meconio. Las cosas que vas a dejar detrás.
Acostumbrarse a lo incómodo.
Alimento.
Calor.
Sueño.
Los seres vivos nacen.
A veces crecen.
A veces se reproducen.
Pero siempre, siempre, mueren.
En algún momento impreciso del futuro lo entenderás.
Quizás será cuando tu mascota se vaya de viaje a un sitio mejor.
O cuando le toque a tu abuelo.
Y entonces querrás volver atrás.
Volver.
Entonces querrás recuperar todo lo que has dejado atrás.
El cordón umbilical. La placenta. El meconio.
Tu mascota.
Tu abuelo.
Volver.
Querrás volver a nacer.
Pero no podrás.
Y seguirás viviendo.
Porque es lo que mejor se te da.
Porque es lo único que puedes hacer.
Seguir respirando.
Seguir llorando (a fin de cuentas, es lo mismo).
Y un día en que estés especialmente sensible.
Puede que porque hayas dormido mal.
Un día en que la mirada cansada del espejo te devuelva 30 años de golpe.
Volverás a querer volver a nacer.
Pero te conformarás con coger un viejo blog.
Un blog que parecía haberse ido de viaje a un sitio mejor.
Y escribirás algo que te saldrá muy de dentro.
Algo que parezca un poema pero que al final no sabrás muy bien qué es.
Una mierda pretenciosa.
Pondrás un título tentativo.
Luego lo cambiarás por: Fénix.
El primer verso será fácil.
Dirá: Volver a nacer.
Y aunque en realidad sea una tontería.
Y no sirva para mucho.
Cuando acabes te sentirás un poco mejor.
O eso espero.