Teníamos las muñecas en el desván, tan quietas. Yolanda y yo las veíamos todas las tardes, antes de que se pusiera el sol, en ese momento en que por la pequeña ventana entraba la luz iluminando sus ojos insomnes. Esta costumbre provocaba que a lo largo del año tuviéramos que adaptar nuestro horario de visita a las horas de luz que correspondieran a la época, y así en invierno las veíamos a media tarde, a veces teniendo que escapar de nuestras obligaciones, y en verano incluso después de cenar, pero no nos importaba porque el espectáculo merecía la pena: las muñecas colocadas en fila estricta, tan quietas, tan serias, como acostumbradas a la espera de cada día a la que las sometíamos, para luego llegar nosotras dos y abrir la puerta y observar unos minutos cómo la última línea de luz desaparecía por debajo de sus narices. Nuestras amigas no nos entendían y nos despreciaban cuando las abandonábamos en cualquier parte y salíamos corriendo bajo la necesidad de ver a las muñecas. Nuestros padres tampoco, pero bueno, ya se sabe, chiquilladas, cosas de niñas, y reían mientras tomaban café.
Una noche que Yolanda no podía dormir, subió al desván a buscar la compañía que yo no le ofrecía, dormida como estaba. Unos ruidos sobre mi cabeza me despertaron, pero yo en aquel momento no comprendí y por tanto no hice caso, dándome la vuelta para volver a dormir. Al día siguiente Yolanda estaba rara, como ausente, y tenía esos ojos. Al atardecer fuimos como siempre a ver a las muñecas, pero esta vez ella no estaba sonriente como solía, y yo le pregunté si le pasaba algo y ella sólo dijo: no. Los días fueron pasando y yo iba notando las cada vez más reiteradas escapadas nocturnas de Yolanda, su cambio de carácter, sus ojos cada vez más fríos, sus respuestas taciturnas a todo, a las preguntas, a la vida.
Una tarde de verano, estando con las demás amigas en el parque saltando a la comba, Yolanda y yo vimos cómo el sol empezaba a descolgarse por una esquina del cielo y nos giramos a las demás y dijimos lo de siempre, que si las muñecas, que si tal y cual y, aunque no nos entendían, como siempre aceptaban, pero que si vaya manía tienen con las putas muñecas estas pavas, que si deberíamos madurar, etc. Salimos corriendo hacia casa, subimos las escaleras del portal, cogimos el ascensor, y pulsamos el último piso, donde los desvanes. El ascensor subía y la luz artificial no le hacía bien a Yolanda, la dejaba como más tiesa y fría, si cabe, que como iba siendo costumbre las últimas semanas. Yo no me di cuenta hasta que entramos como cada tarde en el desván, y allí estaban las muñecas, ordenadas, en fila, tan quietas, con el sol abrazándoles la frente como cada vez, la imagen habitual, y entonces Yolanda tan quieta, se giró hacia mí con esos ojos y se colocó en su sitio, un hueco entre una muñeca de vestido rosa y otra con un traje irlandés, y no dijo nada más. Y yo me despedí como cada tarde, qué iba a hacer si no.
Una noche que Yolanda no podía dormir, subió al desván a buscar la compañía que yo no le ofrecía, dormida como estaba. Unos ruidos sobre mi cabeza me despertaron, pero yo en aquel momento no comprendí y por tanto no hice caso, dándome la vuelta para volver a dormir. Al día siguiente Yolanda estaba rara, como ausente, y tenía esos ojos. Al atardecer fuimos como siempre a ver a las muñecas, pero esta vez ella no estaba sonriente como solía, y yo le pregunté si le pasaba algo y ella sólo dijo: no. Los días fueron pasando y yo iba notando las cada vez más reiteradas escapadas nocturnas de Yolanda, su cambio de carácter, sus ojos cada vez más fríos, sus respuestas taciturnas a todo, a las preguntas, a la vida.
Una tarde de verano, estando con las demás amigas en el parque saltando a la comba, Yolanda y yo vimos cómo el sol empezaba a descolgarse por una esquina del cielo y nos giramos a las demás y dijimos lo de siempre, que si las muñecas, que si tal y cual y, aunque no nos entendían, como siempre aceptaban, pero que si vaya manía tienen con las putas muñecas estas pavas, que si deberíamos madurar, etc. Salimos corriendo hacia casa, subimos las escaleras del portal, cogimos el ascensor, y pulsamos el último piso, donde los desvanes. El ascensor subía y la luz artificial no le hacía bien a Yolanda, la dejaba como más tiesa y fría, si cabe, que como iba siendo costumbre las últimas semanas. Yo no me di cuenta hasta que entramos como cada tarde en el desván, y allí estaban las muñecas, ordenadas, en fila, tan quietas, con el sol abrazándoles la frente como cada vez, la imagen habitual, y entonces Yolanda tan quieta, se giró hacia mí con esos ojos y se colocó en su sitio, un hueco entre una muñeca de vestido rosa y otra con un traje irlandés, y no dijo nada más. Y yo me despedí como cada tarde, qué iba a hacer si no.
1 comentario:
No me gusta hacer este tipo de comentarios, tan insulsos y poco productivos pero es que me ha encantado. Y no puedo decir más.
P.D. Mi blog ha muerto por falta de renovación, entre otras cosas, del dominio. Estoy en proceso de resucitar el de blogger.
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