domingo, 30 de noviembre de 2008

Incordio

Me he acostumbrado a que me ignoren. En estas circunstancias se constituye una especie de soledad hecha de silencios y miradas esquivas. Acaba por darte un lugar en el mundo, un estatus nunca deseado que aceptas como si fuera una enfermedad crónica. Eso es lo terrible. Te acostumbras a ser un cero a la izquierda de tantos unos. Un bulto molesto, un incordio prescindible. Y aún así te adaptas, te acomodas en este agujero al que nadie presta atención. Aprendes a sobrevivir y a olvidar, a ser un asesino de recuerdos. Comprendes la tragedia: a pesar de todo, los demás saben que existes. Lo comprendes hasta llegar a ese límite entre la vida y la muerte en el que nadie sabe qué decir.
Donde el suicidio es la forma más sencilla de despedirse.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Casa quemada

Edgar vive solo. Como viene siendo habitual en su rutina, vuelve del trabajo a su piso, situado en el número 25 de la céntrica calle madrileña de Benito Gutiérrez. Llega en torno a las dos y media, con una barra de pan bajo el brazo y una cartera llena de papeles absurdos colgando del hombro. Cierra la puerta y se hunde en el silencio, para acto seguido desplomarse en el sillón de la salita y respirar fuerte, buscando perfumes ocultos en el olor a trapos y a tabaco de la casa, todavía sin ventilar. Desde ahí tantea con los dedos su alrededor, acabando por aferrarse al mando a distancia a modo de salvavidas. Y ocurre el rescate de siempre: la televisión se enciende e interrumpe todo lo demás, invade los ojos e impide cualquier rebelión más allá del zapping. Están con el telediario. Atentados en Bombay de los que Esperanza Aguirre se salva. Un fotógrafo español, José Cendón, secuestrado en Somalia junto con otro periodista británico. Revuelta de la oposición en Tailandia. Qué mal está el mundo, dice Edgar para sí. Se declara un gran incendio tras una explosión de gas en el número 25 de la calle Benito Gutiérrez de Madrid. Edgar abre bien los ojos. La explosión comenzó en el 3ºA según fuentes de los bomberos. Todavía se desconoce si hay víctimas. ¡Es imposible, ese es mi piso!, grita Edgar mirando en derredor para asegurarse de que no ha sucedido nada. Pero las imágenes de la pantalla no dejan lugar a dudas: por las ventanas de su piso sale fuego y humo negro. Imágenes en directo. Los bomberos lanzan agua desde una manguera hacia las llamaradas. Edgar decide asomarse a la ventana, levanta la persiana, se asoma a la calle. Una cámara está grabando desde la otra acera. Edgar es empapado en segundos por la manguera de los bomberos. Edgar cae a la calle. Mientras tanto, en la televisión se emiten las espeluznantes imágenes de un hombre cayendo, envuelto en llamas, desde su ventana.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Desde la mirilla

Al menos he abierto este agujero. Un hilo de luz se cuela sigiloso y me indica cuándo es de día con su presencia. También me permite tener algo de visibilidad en este zulo, y ahora sé dónde tengo los zapatos, ya inservibles de tanta humedad. Pero eso no es lo mejor del agujero. Lo mejor es que lo puedo utilizar a modo de mirilla. A través de él he visto nubes, lo juro. He visto el cielo detrás, según el clima. Yo les he puesto esos nombres: nubes, cielo. Es un paisaje cambiante que me atrae, no tiene nada que ver con la monótona oscuridad de antes. He visto rayos, he visto la lluvia y la nieve, he visto el sol y la luna. Esta es toda la libertad a la que se puede aspirar aquí. La contemplación de un pedazo de mundo, sin poder cambiar nada. Así pasan los días, pasan a través del agujero, me golpean con sus cambios. Un día anochece nublado pero a la mañana siguiente el cielo está despejado, y se intuye el sol en medio de esa ceguera que es la luz absoluta. No lo entiendo, tampoco trato de entenderlo: me basta con verlo. Ahora me divierto haciendo apuestas conmigo mismo sobre qué será mañana, ¿quizás la lluvia? Muchas veces fallo pero no importa, así es mayor la sorpresa. A veces puedo ver, y es como si me pinchasen el corazón, el vuelo de un pájaro perdido que atraviesa el territorio del agujero. No ocurre muy a menudo, es cierto, pero quizás es precisamente por eso que es más especial. Les aseguro que merece la pena estar atento sólo por esos mínimos segundos. Un pájaro, a veces un avión: bailan para mí como estrellas fugaces. Ayer por la tarde vi un hombre en paracaídas descender como una pluma. Aviones, pájaros, hombres, paracaídas: sí, esos nombres también se los pongo yo.
Hoy tarda más de la cuenta en aparecer el rayo de luz. Me pregunto si estará nublado. Me acerco a tientas hasta el muro donde sé que está el agujero. Lo toco. Acerco mi rostro a la mirilla: grito espantado. No hay sol, no hay nubes, no hay cielo alguno. Hay un ojo. Muy abierto. Observándome. Grito. Los ateos han descubierto mi escondite. Grito. Van a matarme.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Primera premisa del hombre realista

La suerte no existe. La suerte soy yo.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Cóctel molotov

Ingredientes: Rabia, frustración, decadencia, elegancia, pesimismo, alcohol, nicotina, depresión, crisis (diluida en autoconmiseración al 50%), adicción, tinta negra, humo, dolor, ansiedad, amor, sexo, heridas, recuerdos, cuerpos, ego, superego, tristeza, marcas de carmín, terror, angustia, sudor, fracaso, enfermedad y gritos.
Modo de uso: Agitar bien y servir la mezcla sobre el papel en blanco. Acto seguido esperar a que suceda algo.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Un abrazo

Recuerdo mi cabeza cayendo a plomo sobre aquel hombro. Igual que un ciervo abatido por un disparo de escopeta. Los brazos lanzados en una presa contra el torso ajeno, exprimiéndolo hasta el dolor, los brazos contrarios encontrando descanso en mi espalda. Una posesión mutua y ficticia. Siguió una brisa cálida en la oreja impregnada de sílabas que se desmembraban dentro, que se deshacían en un temblor de tímpano buscando un significado. Y el olor. La mezcla del perfume y el sudor atravesando la piel, la suave piel que se encontraba tan cercana, tan acogedora, esa piel con la que he soñado hasta el insomnio. Por debajo de aquello vibraban los latidos que golpeaban mi cuerpo como un tambor vivo. Y era todo tan frágil, tan fácil de destruir, que daba miedo. Eso lo hacía más necesario; lo hacía mortal y nos hacía mortales. Y no importaba el lugar ni el momento, ni siquiera la precisión de su pelo resbalando por la mejilla o la respiración sobre los omóplatos; en ese momento no pertenecíamos a los ojos abiertos o entrecerrados, expuestos por cada lado a un vacío, excluyendo a la vista del juego de los cuerpos enfrentados, dos visiones opuestas del cuarto, dos visiones inútiles: sólo existía el peso del cuerpo contra el cuerpo, como un arco gótico sosteniendo toda la habitación. Una imagen en espejo. Un espejo contra otro espejo. Una suma en la cual el resultado es igual a cero.
Después, la separación, aire, los ojos que se encuentran de frente: la realidad descubierta a traición. Sentí una nostalgia inmediata. Como me ocurre con todas las cosas que merecen la pena.

martes, 11 de noviembre de 2008

Fácil

Soy un chico fácil. Para contentarme basta con un folio en blanco y un bolígrafo.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Bancarrota

He vuelto a usar el teléfono. He llamado a mi pasado.
Pero nadie contestó al otro lado.
Aunque quizás ya no haya otro lado.
He ordenado mi cuarto. He guardado todo.
Ayer te escuché llorar en el cajón.
Pero no estabas allí.
Sólo estaba tu llanto.
Luego interrogué al espejo.
Y nadie se reflejaba.
Sólo encontré mi sombra.
Intenté denunciarlo.
Pero había perdido las palabras.
Como si alguien me lo estuviera embargando todo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Bibliofobia

Mi relación con los libros empezó a complicarse cuando compré aquel ejemplar del Quijote: una edición nueva y atractiva, lejos, muy lejos, de los apestosos tochos ilustrados con grabados que se veían antaño pulular por cualquier casa. Todo iba bien, la cosa tenía buena pinta, etcétera, y nada me hacía sospechar lo que iba a pasar, hasta que, según me acercaba a casa, con el libro en la bolsa de la librería, comencé a darme cuenta de un progresivo aumento del peso que transportaba rumbo a mi hogar. No un peso real, claro, se entiende que aquella bolsa, ante el veredicto de una báscula imparcial, no habría variado de peso desde la librería hasta el portal de casa, eso es imposible si el contenido era el mismo, siempre el mismo, aquel ejemplar del Quijote cuya masa era siempre la misma, antes, después, ahora, así pues se trataba de un peso imaginado o, mejor dicho, invisible. Sea como sea, el caso es que aquello acabó por obligarme a parar de camino, posando con desidia la bolsa insoportable en la acera, mirando incrédulo su forma, su color, su insolencia desde el suelo. Reconozco que un poco ridículo sí que era todo aquello, un hombre mirando una bolsa con un Quijote en medio de la calle, un hombre ridículo en una acera ridícula mirando una bolsa ridícula. La vergüenza que me provocaba aquella situación fue mayor que el cansancio y, no sin gran esfuerzo, conseguí arrastrar la dichosa bolsa hasta mi piso. Allí saqué el libro de su medio de transporte y lo puse en la estantería, haciendo para lograrlo un esfuerzo hercúleo que me dejó agujetas durante todo el día siguiente. Desde aquel suceso, como dije, mi relación los libros fue trastocada por completo. Obviamente jamás pude llegar a leer el Quijote, el cual fue aumentando su masa de tal forma que incluso llegó a tener fuerza gravitatoria propia, lo cual hacía realmente difícil pasar cerca de la estantería, no quiero decir siquiera intentar cogerlo. Ahora recelo siempre antes de decidirme a comprar un libro y, cuando lo hago, lo coloco en un lugar solitario de la casa y así desde un lugar seguro observo sus cambios o su falta de cambios, lo que sea, durante los días, semanas, meses siguientes, hasta que por fin tengo la confianza necesaria como para atreverme a cogerlo y abrirlo, leer la dedicatoria de la primera página, algo así como "A mi mujer, Fulanita", y ahí todo se vuelve insostenible, algo se rompe y cruje, algo me excluye instantáneamente, me escupe hacia fuera y entonces no puedo seguir, no puedo seguir leyendo más y cierro el libro contra mí, como un volcán chocando contra el suelo.

martes, 4 de noviembre de 2008

domingo, 2 de noviembre de 2008

Catabolismo

He encallado en esta habitación. La cerveza me ha rechazado y me ha abandonado a solas en esta penumbra constituida de humo y de noche. A quién le puede interesar este silencio, esta muerte coagulada, esta depresión en los zapatos. La gente no busca esto, la gente prefiere el ruido, la distracción, la gente elige olvidar. A veces me siento como Pessoa escribiendo un poema. Devastado. Desolado. Derruido. Es entonces cuando enciendo otro cigarrillo. Pero la luz que me ofrece es insuficiente, perecedera, y es penosa esta soledad, esta oscuridad que me penetra y me llena y luego no hay nada más. Ahora mi alma es una mina a cielo abierto, un grano supurando, una grieta que se ensancha, que se ensancha. Mi alma sangra en este asiento y su sangre es transparente. Nadie lo ve. Nadie lo grita. ¡Dios mío, este alma está sangrando! Se desparrama por las paredes. Nadie lo ve. Suele ser mejor así. Mi cuerpo se hunde más y acabo por no tener corazón, tripas, huesos, no tengo nada, y entonces aquí no existe eso que llamáis cuerpo. Ya no puedo moverme. Así que opto por huir con el humo de una última, de una póstuma, calada. Y ya no soy. Apago el cigarrillo y me escribo a mí mismo una carta que nadie leerá. Me recuerdo que la tragedia no es la muerte. La verdadera tragedia es el porqué. Punto. Firmo atentamente, y no hay sobre, no hay sello, sé que no va a llegar. No me importa. No tiene que llegar.