Mi relación con los libros empezó a complicarse cuando compré aquel ejemplar del Quijote: una edición nueva y atractiva, lejos, muy lejos, de los apestosos tochos ilustrados con grabados que se veían antaño pulular por cualquier casa. Todo iba bien, la cosa tenía buena pinta, etcétera, y nada me hacía sospechar lo que iba a pasar, hasta que, según me acercaba a casa, con el libro en la bolsa de la librería, comencé a darme cuenta de un progresivo aumento del peso que transportaba rumbo a mi hogar. No un peso real, claro, se entiende que aquella bolsa, ante el veredicto de una báscula imparcial, no habría variado de peso desde la librería hasta el portal de casa, eso es imposible si el contenido era el mismo, siempre el mismo, aquel ejemplar del Quijote cuya masa era siempre la misma, antes, después, ahora, así pues se trataba de un peso imaginado o, mejor dicho, invisible. Sea como sea, el caso es que aquello acabó por obligarme a parar de camino, posando con desidia la bolsa insoportable en la acera, mirando incrédulo su forma, su color, su insolencia desde el suelo. Reconozco que un poco ridículo sí que era todo aquello, un hombre mirando una bolsa con un Quijote en medio de la calle, un hombre ridículo en una acera ridícula mirando una bolsa ridícula. La vergüenza que me provocaba aquella situación fue mayor que el cansancio y, no sin gran esfuerzo, conseguí arrastrar la dichosa bolsa hasta mi piso. Allí saqué el libro de su medio de transporte y lo puse en la estantería, haciendo para lograrlo un esfuerzo hercúleo que me dejó agujetas durante todo el día siguiente. Desde aquel suceso, como dije, mi relación los libros fue trastocada por completo. Obviamente jamás pude llegar a leer el Quijote, el cual fue aumentando su masa de tal forma que incluso llegó a tener fuerza gravitatoria propia, lo cual hacía realmente difícil pasar cerca de la estantería, no quiero decir siquiera intentar cogerlo. Ahora recelo siempre antes de decidirme a comprar un libro y, cuando lo hago, lo coloco en un lugar solitario de la casa y así desde un lugar seguro observo sus cambios o su falta de cambios, lo que sea, durante los días, semanas, meses siguientes, hasta que por fin tengo la confianza necesaria como para atreverme a cogerlo y abrirlo, leer la dedicatoria de la primera página, algo así como "A mi mujer, Fulanita", y ahí todo se vuelve insostenible, algo se rompe y cruje, algo me excluye instantáneamente, me escupe hacia fuera y entonces no puedo seguir, no puedo seguir leyendo más y cierro el libro contra mí, como un volcán chocando contra el suelo.
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