Recuerdo mi cabeza cayendo a plomo sobre aquel hombro. Igual que un ciervo abatido por un disparo de escopeta. Los brazos lanzados en una presa contra el torso ajeno, exprimiéndolo hasta el dolor, los brazos contrarios encontrando descanso en mi espalda. Una posesión mutua y ficticia. Siguió una brisa cálida en la oreja impregnada de sílabas que se desmembraban dentro, que se deshacían en un temblor de tímpano buscando un significado. Y el olor. La mezcla del perfume y el sudor atravesando la piel, la suave piel que se encontraba tan cercana, tan acogedora, esa piel con la que he soñado hasta el insomnio. Por debajo de aquello vibraban los latidos que golpeaban mi cuerpo como un tambor vivo. Y era todo tan frágil, tan fácil de destruir, que daba miedo. Eso lo hacía más necesario; lo hacía mortal y nos hacía mortales. Y no importaba el lugar ni el momento, ni siquiera la precisión de su pelo resbalando por la mejilla o la respiración sobre los omóplatos; en ese momento no pertenecíamos a los ojos abiertos o entrecerrados, expuestos por cada lado a un vacío, excluyendo a la vista del juego de los cuerpos enfrentados, dos visiones opuestas del cuarto, dos visiones inútiles: sólo existía el peso del cuerpo contra el cuerpo, como un arco gótico sosteniendo toda la habitación. Una imagen en espejo. Un espejo contra otro espejo. Una suma en la cual el resultado es igual a cero.
Después, la separación, aire, los ojos que se encuentran de frente: la realidad descubierta a traición. Sentí una nostalgia inmediata. Como me ocurre con todas las cosas que merecen la pena.
Después, la separación, aire, los ojos que se encuentran de frente: la realidad descubierta a traición. Sentí una nostalgia inmediata. Como me ocurre con todas las cosas que merecen la pena.
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