Edgar vive solo. Como viene siendo habitual en su rutina, vuelve del trabajo a su piso, situado en el número 25 de la céntrica calle madrileña de Benito Gutiérrez. Llega en torno a las dos y media, con una barra de pan bajo el brazo y una cartera llena de papeles absurdos colgando del hombro. Cierra la puerta y se hunde en el silencio, para acto seguido desplomarse en el sillón de la salita y respirar fuerte, buscando perfumes ocultos en el olor a trapos y a tabaco de la casa, todavía sin ventilar. Desde ahí tantea con los dedos su alrededor, acabando por aferrarse al mando a distancia a modo de salvavidas. Y ocurre el rescate de siempre: la televisión se enciende e interrumpe todo lo demás, invade los ojos e impide cualquier rebelión más allá del zapping. Están con el telediario. Atentados en Bombay de los que Esperanza Aguirre se salva. Un fotógrafo español, José Cendón, secuestrado en Somalia junto con otro periodista británico. Revuelta de la oposición en Tailandia. Qué mal está el mundo, dice Edgar para sí. Se declara un gran incendio tras una explosión de gas en el número 25 de la calle Benito Gutiérrez de Madrid. Edgar abre bien los ojos. La explosión comenzó en el 3ºA según fuentes de los bomberos. Todavía se desconoce si hay víctimas. ¡Es imposible, ese es mi piso!, grita Edgar mirando en derredor para asegurarse de que no ha sucedido nada. Pero las imágenes de la pantalla no dejan lugar a dudas: por las ventanas de su piso sale fuego y humo negro. Imágenes en directo. Los bomberos lanzan agua desde una manguera hacia las llamaradas. Edgar decide asomarse a la ventana, levanta la persiana, se asoma a la calle. Una cámara está grabando desde la otra acera. Edgar es empapado en segundos por la manguera de los bomberos. Edgar cae a la calle. Mientras tanto, en la televisión se emiten las espeluznantes imágenes de un hombre cayendo, envuelto en llamas, desde su ventana.
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