No es lo mismo coger un bolígrafo y frotarlo contra el papel buscando que se cumpla el ritual, desear que esta vez surja y que al final las palabras tengan un significado. No es lo mismo tachar las palabras y escribir entre líneas una nota aclaratoria. No es lo mismo.
No es lo mismo que encerrarse en esta habitación iluminada por la pantalla de un ordenador. No es lo mismo porque aquí no hay papel, no hay bolígrafo. Aquí apenas hay intermediarios, el texto aparece delante de mí por sí solo como si en vez de un texto en una pantalla esto fuera un espejo. Un espejo terrorífico que no muestra mi aspecto físico, un espejo que me desnuda y raja para diagnosticar la causa de mi muerte. Aquí, aquí, está mi verdadero reflejo. Unas veces me parece un rostro bello y digno de admiración y otras es el reflejo de un hombre enfermo. Y sin embargo siempre hay una sintaxis que une las palabras, un solo cuerpo. Mientras que el cuerpo de Cristo está crucificado dentro de la Biblia yo crucifico el mío cada día que me enfrento a mí mismo y me dibujo el contorno en esta cruz. Me clavo en esta pantalla, sangro palabras y chorreo oraciones de sudor, pido perdón por mis pecados y me muero esperando una resurrección que no me lleva más que a otra muerte. Y así cada vez. Es el psicoanálisis más macabro y onanista que existe, la soledad contra la soledad, yo soy el diván y el terapeuta y la libreta. Este espejo es mi confesión, es el semen que nunca eyaculé, las frases que nunca dije y que ahora hablan y viven fuera de mí. Lo que hago aquí me sobrevive y me supera, en el momento en que lo dejo plasmado en la pantalla deja de pertenecerme y me da vergüenza corregirlo, qué derecho tengo a violarlo si en su momento tenía sentido, si esa era mi cara hace un segundo, dos segundos, los que sean. En mi vida anterior yo era ese tipo. No puedo, no debo, matarme a mí mismo. Esa es la diferencia. En el ordenador todo tiene un lugar y una fecha, un archivo, una carpeta, una dirección, un momento, un orden. No es lo mismo porque cuando escribo en papel me tacho, me corrijo, me arrugo y me tiro a la papelera, porque cuando escribo en papel tengo caligrafía. Y no ocurre en el mismo sitio, me traslado, no hay reloj posible, el papel amarillea, lo llevo en una carpeta y está en una cafetería, en un parque, en mi mesilla de noche, está en tantos sitios a la vez y yo he cambiado en cada ocasión. Cuando quiero continuar, me leo y no me reconozco a mí mismo. Y ya no tiene sentido transcribirlo. Así que vuelvo a empezar por un borrón. Pero en el folio no hay resurrección, no es otra cosa distinta, puesto que la corrección es una tumba levantada sobre otra tumba. Cada hoja escrita es una pila de ataúdes, la fosa común de mi vida. Donde enterrar todas las personas que algún día fui.
No es lo mismo que encerrarse en esta habitación iluminada por la pantalla de un ordenador. No es lo mismo porque aquí no hay papel, no hay bolígrafo. Aquí apenas hay intermediarios, el texto aparece delante de mí por sí solo como si en vez de un texto en una pantalla esto fuera un espejo. Un espejo terrorífico que no muestra mi aspecto físico, un espejo que me desnuda y raja para diagnosticar la causa de mi muerte. Aquí, aquí, está mi verdadero reflejo. Unas veces me parece un rostro bello y digno de admiración y otras es el reflejo de un hombre enfermo. Y sin embargo siempre hay una sintaxis que une las palabras, un solo cuerpo. Mientras que el cuerpo de Cristo está crucificado dentro de la Biblia yo crucifico el mío cada día que me enfrento a mí mismo y me dibujo el contorno en esta cruz. Me clavo en esta pantalla, sangro palabras y chorreo oraciones de sudor, pido perdón por mis pecados y me muero esperando una resurrección que no me lleva más que a otra muerte. Y así cada vez. Es el psicoanálisis más macabro y onanista que existe, la soledad contra la soledad, yo soy el diván y el terapeuta y la libreta. Este espejo es mi confesión, es el semen que nunca eyaculé, las frases que nunca dije y que ahora hablan y viven fuera de mí. Lo que hago aquí me sobrevive y me supera, en el momento en que lo dejo plasmado en la pantalla deja de pertenecerme y me da vergüenza corregirlo, qué derecho tengo a violarlo si en su momento tenía sentido, si esa era mi cara hace un segundo, dos segundos, los que sean. En mi vida anterior yo era ese tipo. No puedo, no debo, matarme a mí mismo. Esa es la diferencia. En el ordenador todo tiene un lugar y una fecha, un archivo, una carpeta, una dirección, un momento, un orden. No es lo mismo porque cuando escribo en papel me tacho, me corrijo, me arrugo y me tiro a la papelera, porque cuando escribo en papel tengo caligrafía. Y no ocurre en el mismo sitio, me traslado, no hay reloj posible, el papel amarillea, lo llevo en una carpeta y está en una cafetería, en un parque, en mi mesilla de noche, está en tantos sitios a la vez y yo he cambiado en cada ocasión. Cuando quiero continuar, me leo y no me reconozco a mí mismo. Y ya no tiene sentido transcribirlo. Así que vuelvo a empezar por un borrón. Pero en el folio no hay resurrección, no es otra cosa distinta, puesto que la corrección es una tumba levantada sobre otra tumba. Cada hoja escrita es una pila de ataúdes, la fosa común de mi vida. Donde enterrar todas las personas que algún día fui.
No hay comentarios:
Publicar un comentario