Hay una distancia insalvable entre el autor y la obra, una barrera difícil de traspasar, el límite entre que me guste lo escrito y que me guste el que lo escribe, hay un acercamiento imposible una vez se descubre que todo el arsenal de palabras es una cáscara, una coraza, un disfraz y que el hombre que hay detrás no es más que un tipo pálido que toma café y fuma, que por mucho que se pele la monda literaria y se quiera buscar el estereotipo truculento, el genio y la figura, la vida tormentosa, no hay nada que no sea vulgar y trivial. Del choque entre el afán del lector, esa idealización del escritor, y la cruda realidad, surge el desengaño, y entonces todo es como ver un cuerpo desnudo en medio de un cementerio, y hace un frío glacial y el lector y el escritor se miran a los ojos porque no se atreven a mirar al suelo: hacerlo supondría comprobar con espanto que están todas las frases muertas, no tienen pulso, que el muro de sintaxis que les separaba ha caído y que ahora sólo quedan dos seres humanos enfrentados en silencio, para después ver abrir los puestos comerciales donde venden trocitos del muro a un euro, trozos de miseria a precio de miseria, y el lector se acerca consternado y compra un adjetivo derrotista: dame un "fracasado", dice, y lo coge entre las manos y lo lee y no significa nada. Como si pidiera una explicación, mira al escritor. El escritor, cabizbajo, fuma en silencio y se encoge de hombros. No tiene la culpa. Nadie tiene la culpa.
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