No fue así: cuando ella entró en el bus se vio obligada en cierto modo a sentarse a mi lado, debido a que apenas quedaban sitios libres. Apenas me miró más allá de comprobar que yo no pareciese un criminal. Su pelo castaño se escapaba por los bordes de un gorro de invierno bicolor y sus manos se afanaban en despojar de la monda a una mandarina, la cual impregnó el autobús de aroma y entonces la A-6 fue, dentro de lo que cabe, un lugar un poco más habitable. Los gajos se deshacían en sus labios y desparramaban su zumo por las encías. Ya no podía esconder que la estaba observando (y posiblemente incomodando) cuando le dije:
–Hola, ¿cómo te llamas?
Posiblemente se asustó o le pareció una agresión a su intimidad y por eso respondió atragantándose:
–¿A ti qué te importa?
O en realidad no dijo nada y simplemente optó por ignorar mi saludo.
–Si te hubiera preguntado tu nombre de madrugada en una discoteca seguro que me habrías contestado.
–En una discoteca de madrugada estaría borracha y por eso no me importaría decirte mi nombre.
–Vaya, yo es que prefiero hablar con gente sobria.
–Pues yo prefiero no hablar –me dijo. O quizás no me dijo nada para ser más elocuente.
En medio de ese punto muerto señalé a mi alrededor –los demás asientos del autobús, ocupados por gente que fingía no escucharnos o que no nos escuchaba– y dije:
–Fíjate. Nadie habla, salvo aquellas chicas de allí, porque deben ser amigas. Y bueno, también aquellos señores de allá, que seguramente hablen del tiempo o de la frecuencia de los autobuses. Están solos, cada uno rumiando sus vidas contra el cristal o contra el cogote del de adelante. ¿No te parece triste?
Ella me miró. Esta vez me miró. O si no miró al pasaje. En cualquier caso debió comprender, pero había algo que no debía tener muy claro.
–¿Y de qué se supone que quieres hablar?
–Mientras no sea del tiempo o de la frecuencia de los buses… –dije.
–¿Sueles ligar así? ¿Eres un psicópata? –parecía estar sumergida en un mar de dudas.
–Dudo mucho que todos los psicópatas sean como en las pelis de las tardes de Antena 3, unos tíos atractivos que camelan a la chica de turno para matarla justo antes de follar. En cualquier caso, aunque yo te parezca atractivo, esa no es mi intención. No quiero ni matarte ni follarte. Aunque no haría ascos a lo segundo, claro.
Se rió o al menos sonrió. Supongo.
–No pareces mal tipo pero no quiero nada contigo. Además no te conozco.
–¿Y qué más da? ¿Acaso quieres ser como ellos? –señalé de nuevo alrededor, aún a riesgo de que alguien comenzara a insultarme.
En ese momento me debió mirar y me dijo su nombre. Yo por mi parte me lo inventaré tantas veces como sea necesario. A veces, en secreto, la llamo Rusia y sueño con ella como si yo fuera Hitler. Pero hoy, sólo hoy, yo seré su escritor y ella la Odisea, mi pequeña Odisea.
Después vi su sonrisa y hablamos hasta que acabó el viaje. Puede que por el camino nos intercambiásemos los teléfonos. O que nos comiéramos los labios entre gajos de mandarina. Puede que no sucediera nada más. Esto debería haber sido así.
Pero no fue así. En realidad, cuando ella se sentó a mi lado, subí el volumen de mi iPod y me limité a mirar por la ventanilla. Como si estuviera completamente solo.
–Hola, ¿cómo te llamas?
Posiblemente se asustó o le pareció una agresión a su intimidad y por eso respondió atragantándose:
–¿A ti qué te importa?
O en realidad no dijo nada y simplemente optó por ignorar mi saludo.
–Si te hubiera preguntado tu nombre de madrugada en una discoteca seguro que me habrías contestado.
–En una discoteca de madrugada estaría borracha y por eso no me importaría decirte mi nombre.
–Vaya, yo es que prefiero hablar con gente sobria.
–Pues yo prefiero no hablar –me dijo. O quizás no me dijo nada para ser más elocuente.
En medio de ese punto muerto señalé a mi alrededor –los demás asientos del autobús, ocupados por gente que fingía no escucharnos o que no nos escuchaba– y dije:
–Fíjate. Nadie habla, salvo aquellas chicas de allí, porque deben ser amigas. Y bueno, también aquellos señores de allá, que seguramente hablen del tiempo o de la frecuencia de los autobuses. Están solos, cada uno rumiando sus vidas contra el cristal o contra el cogote del de adelante. ¿No te parece triste?
Ella me miró. Esta vez me miró. O si no miró al pasaje. En cualquier caso debió comprender, pero había algo que no debía tener muy claro.
–¿Y de qué se supone que quieres hablar?
–Mientras no sea del tiempo o de la frecuencia de los buses… –dije.
–¿Sueles ligar así? ¿Eres un psicópata? –parecía estar sumergida en un mar de dudas.
–Dudo mucho que todos los psicópatas sean como en las pelis de las tardes de Antena 3, unos tíos atractivos que camelan a la chica de turno para matarla justo antes de follar. En cualquier caso, aunque yo te parezca atractivo, esa no es mi intención. No quiero ni matarte ni follarte. Aunque no haría ascos a lo segundo, claro.
Se rió o al menos sonrió. Supongo.
–No pareces mal tipo pero no quiero nada contigo. Además no te conozco.
–¿Y qué más da? ¿Acaso quieres ser como ellos? –señalé de nuevo alrededor, aún a riesgo de que alguien comenzara a insultarme.
En ese momento me debió mirar y me dijo su nombre. Yo por mi parte me lo inventaré tantas veces como sea necesario. A veces, en secreto, la llamo Rusia y sueño con ella como si yo fuera Hitler. Pero hoy, sólo hoy, yo seré su escritor y ella la Odisea, mi pequeña Odisea.
Después vi su sonrisa y hablamos hasta que acabó el viaje. Puede que por el camino nos intercambiásemos los teléfonos. O que nos comiéramos los labios entre gajos de mandarina. Puede que no sucediera nada más. Esto debería haber sido así.
Pero no fue así. En realidad, cuando ella se sentó a mi lado, subí el volumen de mi iPod y me limité a mirar por la ventanilla. Como si estuviera completamente solo.
1 comentario:
Se acabó, "autobús" es una palabra fuera de uso, ahora es "frustración". "Ahí viene el Frustración 72", y voy para casa.
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