Te he visto llover en Madrid, en el pasado, mientras una mano (¿mía o tuya?) me agarraba e impedía que me cayera en este acantilado donde me he quedado, Madrid, y también a ratos has hecho buen tiempo, a tiempo y a destiempo, porque los días de depresión no apetece tomar el sol. Son esos días que preferimos, que prefieres, llevarme mi contraria y en los que no nos atrevemos a hablar. Y entonces lo único es tu nombre y el mío, es Madrid, es mi reflejo en un espejo, muerto como un recuerdo, y en ese silencio de nombres yo me viajo por nuestras calles con tu ausencia, que es un charco que he pisado tantas veces. Por eso llamé para ver si se podía hacer algo con estos zapatos mojados o si tenía que comprar unos nuevos, y ellos y tú vinisteis y al vernos decidimos que no era cosa de los zapatos, que no había que tirarlos, que lo que había que tirar era el resto, el cuerpo que latía por debajo que, podría decirse, ya estaba inservible. Así que me resigné a ser estos zapatos encharcados y me despedí de forma amable, no sin antes mirar al cielo para comprobar si podría, por una vez más, llover a cántaros como en aquellos días que yo te miraba, si podría llover hasta inundarte Madrid, aunque sólo fuera para evitar el bochorno de esta despedida, y miré y deseé llover mientras una mano (y esta vez tendría que ser la mía porque no había nadie más dispuesto) me agarrase como antaño, pero esta vez no, no hubo mano, no hubo lluvia, no hubo Madrid, y al final parece que eso es todo en lo que consiste mi presente.
1 comentario:
En basar toda tu existencia en lejanos y volubles recuerdos
Publicar un comentario