Es comprensible que en aquel momento, en ciernes de alcanzar la independencia parental, yo me viera sobradamente preparado para afrontar cualquier cosa. Ya me veía yo desempeñando todas las labores del hogar con una facilidad pasmosa para, justo después, disponer de todo el tiempo libre del mundo sólo para mí, el tiempo más libre que nunca había vivido, ya por fin fuera del nido, y libre, libre. Pero nada más lejos de la realidad. El choque con la rutina de las labores de mantenimiento de la casa fue brutal, una colisión totalmente inesperada que me dejaba agotado día tras día, incapaz de hacer nada más que el baile ordinario con la fregona, los cacharros sucios, y volver a cocinar para volver a ensuciar: todo ese círculo imposible de romper. Pronto me vi más preso que nunca de aquellas obligaciones jamás firmadas. En ese punto, atrapado como estaba, me venía a la mente el dicho aquel: no es más limpio el que más limpia sino el que menos ensucia. Pero es que yo era el que menos ensuciaba y el que más limpiaba. Yo era el artífice de todos los pasos de la cadena de acontecimientos. Aquello era sencillamente insoportable. Por no hablar de ir a comprar al supermercado. Nada más traspasar la entrada me veía completamente desbordado. En esos momentos acusaba mi pasotismo a la hora de acompañar a mis padres a hacer la compra semanal durante mi adolescencia. Llegaba a echar de menos mi niñez, cuando sí que les acompañaba y me divertía empujando el carrito. Sí, me divertía, cosa que ahora me parece increíble. ¿Dónde quedaban aquellos años dorados sin preocupaciones ni decisiones arduas? ¿Qué elegir? ¿Leche entera o desnatada? ¿O acaso semidesnatada? ¿Da igual el detergente que coja? ¿Qué diferencia hay entre el detergente para ropa de color y el que vale para todo? ¿Macarrones o espaguetis? ¿Por qué hay distintos tipos de arroz? Envidiaba a los cavernícolas, que en vez de ir al supermercado iban a cazar. Eso sí que debía ser divertido, emocionante. Ahí no había lugar para las dudas. Una presa, una flecha: la flecha tiene que atravesar el ciervo. Y ya está. ¡Los ciervos no tenían fecha de caducidad! Pero ahora, hay que joderse: hasta los huevos la tienen impresa en la cáscara. Con un poco de suerte nos tatuarán dentro de unos años nuestra fecha de caducidad en el culo nada más nacer. Matar preferentemente antes de: 22 - 07 - 2056. Pero bueno, que me desvío, a lo que iba: la enorme variedad de la oferta me abrumaba a mí y a mis sencillas demandas. Veía, por ejemplo, cinco tipos de salchichas, cada una de distinto precio y yo gemía (por dentro, se entiende, no era cuestión de montar un espectáculo): si sólo quiero unas salchichas, nada más, ¿por qué tengo que elegir? Así que acabé adoptando una resolución basada en algo así como el instinto de supervivencia: imitar las compras de los demás. Si aquella vieja compraba el pan de molde aquel, será que está bien. Si ese chico compra pizzas de esas, lo mismo. Etcétera. Mis compras comenzaron a ser un collage bastante variopinto de los gustos de los propios clientes. Si alguien iba a gastar su dinero en eso, es que debía merecer la pena. Desde luego, parece bastante lógico. El problema radicaba en que con este proceso mis compras no se ajustaban del todo a mis necesidades, y así ocurría que había semanas que estaba sin jabón, sin carne, sin aceite, sin algún producto porque, vaya usted a saber, a alguien le debía sobrar aquello en su casa. Pero a mí no. El caso es que así es como hacer la compra se convirtió en una suerte de examen que sólo podía aprobar a base de chuletas. No es que fuera el mejor método, pero me funcionaba, al menos en parte, así que no le daba la menor importancia a que pudiera sufrir déficits en algún que otro bien de carácter básico. A fin de cuentas, era cuestión de tiempo que viera a alguien comprar de eso. Con la rutina del hogar la cosa era distinta. No tenía un modelo que imitar. No había una señora al lado cocinando para que yo supiera si se echaba antes la sal o el aceite o el vinagre (si es que acaso esa semana yo disponía de eso en mi casa). Así que me limité a improvisar. Total, comida era igual, lo importante era ingerir e ingerir. ¡A la mierda los guisos elaborados! Y bueno, en eso parece que la cosa también funcionó, la prueba es que sigo vivo. Y sobre las demás tareas: el hábito de planchar lo tuve que abandonar antes de que me viera consumido en aquella estúpida lucha con las arrugas, al igual que abandoné eso de hacer la cama (¿para qué sirve hacer la cama?) y bueno, con respecto a todas las tareas de limpieza, en general las efectuaba con mayor o menor diligencia. Eso sí, nunca estaba seguro de utilizar el producto adecuado. ¿Por qué no fregar los azulejos de la cocina con el producto especial para baños? ¿Son azulejos también, no? ¿Acaso tienen distinta composición? No sé cómo pero conseguí que la casa no estuviera todo lo sucia que podía estar. Para mí eso era un auténtico logro. En fin, parecía que no me iba mal y, sin embargo, a pesar de que más o menos acabé defendiéndome, trance tras trance, con todas estos hábitos cotidianos, no lograba acostumbrarme, seguía sintiéndome igual de puteado que el primer día, como un perfecto gilipollas. Así que es por eso que decidí volver a ser libre. A mí manera, claro. Porque yo en realidad nunca quise hacerme con el botín de aquella joyería: lo que yo quería era que me cogieran, que me metieran en una cárcel, y así no volver a pisar nunca más ningún puto supermercado. Porque quizás para vosotros no sea más que otro pringado, un recluso del montón. Pero, permitídme una pregunta, aquí y ahora: ¿quién es en realidad el preso, imbéciles?