En cualquier momento podría ocurrir cualquier cosa. Y a mí me pillaría en calzoncillos, sentado en el sillón de mi casa, no es más que cuestión de probabilidades: los cálculos están ahí. Si algo sucediera, desde un accidente de tráfico hasta una explosión nuclear, pasando por la ejecución de un beso (me refiero al acto de efectuar un beso, ya saben: dos personas que se aproximan mutuamente los labios y todo eso; no me refiero al fusilamiento de un beso, a una hilera de soldados endurecidos por el frío, el hambre y la guerra apuntando, disparando, el beso muere y sólo nos queda el humo de los rifles, sólo), pues bien, si cualquier cosa sucediera, por mera estadística, yo estaría en calzoncillos en mi casa, oculto de la luz del sol (¡y qué sol!) del verano, de este verano que no es que bulla ahí fuera, es que consume cual ácido sulfúrico el asfalto, los coches, los semáforos: es como para echarse a temblar, la ciudad derritiéndose y yo aquí, en calzoncillos, ajeno de cualquier acontecimiento de índole mundial o vulgar o mínimamente interesante que pudiera suceder. Podría ser ese crujido de las ventanas, podría ser el aviso, las gotas que resbalan del gotelé. Podría ser el aviso de que tengo que salir pitando de aquí. Pero es que estoy en calzoncillos, ¿cómo voy a salir así a la calle? ¿Es que nos hemos vuelto todos locos? Lo cierto es que para salir debería ponerme unos pantalones, y debería hacerlo antes de que las paredes se derritan sobre mí (hay algo intrínsicamente malo en que las paredes de tu casa se derritan, estoy seguro). Pero unos pantalones, por muy cortos que sean, sería una cantidad de ropa excesiva. Vamos, que no me queda solución alguna que me convenza. No pienso hacer algo indecoroso ni algo que me haga pasar calor. Así que consiento por encogerme de hombros y abro otra cerveza, justo antes de que un chorro de techo me caiga en toda la cabeza. Qué asco. Seguro que ahí fuera está pasando algo interesante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario