domingo, 19 de julio de 2009

El cebo

He empezado a ducharme con la puerta del baño abierta, con la pequeña esperanza de que el sonido del agua golpeando la piel y los azulejos sea lo suficientemente fuerte como para llegar a ser audible desde el descansillo por cualquiera que pase por delante de la puerta de mi piso. Es una forma de evocar, de invitar, de decir que aquí hay alguien vivo, que hay alguien desnudo, inerme y frágil, untuosamente cubierto de agua y jabón que resbalan desagüe abajo. Es quizás también una forma de suplicar que, por favor, alguien fuerce la puerta y después suceda lo que tenga que suceder. O por lo menos es un grito de socorro: ¡Estoy indefenso! Y así, mientras me ducho, espero pacientemente que ocurra, el golpe seco de la puerta de entrada arrancada de su lugar, los pasos, silenciosos o no, que se acercan hasta donde estoy, oculto tras la cortina de ducha, yo: totalmente incapaz de distinguir nada que haya detrás de ella, por culpa de la mezcla del vapor de agua, de la ausencia de gafas durante el acto higiénico y de la propia cortina, una endeble barrera, mi endeble barrera, que otorga a toda la escena ese toque de enigma, de juguete de Navidad a punto de perder el papel de regalo a manos de un niño excitado. Quién sabe, quizás en ese momento yo esté masturbándome. O llorando, por aquello de aprovechar el agua que se desliza piel abajo. O vomitando por culpa de una intoxicación etílica, con el vómito resbalando entre mis pies y mezclándose con el agua, el jabón y el champú. Pero, divagaciones aparte, aquí el mayor misterio no está dentro de la ducha. A fin de cuentas, ahí dentro estaré yo, y habrá un chorro de agua saliendo por la alcachofa, y los demás detalles serán simplemente anecdóticos. No así el hecho de que alguien haya irrumpido en mi propiedad por el mero hecho de escuchar desde el exterior el ruido de la ducha: eso no es, desde luego, anecdótico; es atrevido, excitante, incluso terrorífico. Ahí es donde reside el misterio, la gracia de todo este juego. Si se para uno a pensar, nadie medianamente normal (entiéndase aquí por "normal" una especie de nota media de los defectos más comunes de nuestra especie) haría algo así. Sólo alguien que mereciera la pena entraría. Esa es la gracia: el acto delictivo (el presunto allanamiento de morada) debe ser considerado por el sujeto como un mal menor, debe interpretarse el ruido del agua como lo que realmente es: un grito de auxilio. Eso convierte al intruso en alguien muy especial, en alguien, por así decirlo, conectado conmigo, capaz de interpretar algo tan banal como el sonido de una ducha como aquello que yo quiero decir. Por supuesto, cabe la posibilidad de que haya de por medio una mala interpretación del sonido, que la persona no sea más que un perturbado mental capaz de emular al estilo más chabacano la famosa escena de "Psicosis" de Hitchcock. Así que en esas estamos, si ahora alguien acaba de irrumpir en mi casa mientras me ducho, tal y como yo deseaba, atraído por el cebo sonoro del chorro acuático que yo mismo he puesto. Alguien que podría ser, en el caso de que mi plan funcionase, la mujer de mi vida. Sí, el corazón se me acelera sin medida. Pero extrañamente nadie aparece por el baño, sólo oigo ruidos en algún otro lugar de la casa. Así que salgo de la ducha asustado, con la toalla enrollada de mala manera en mi cintura (nunca se me ha dado bien enrollarme las toallas sobre las partes pudendas, qué le voy a hacer). Desde el pasillo, con mi vista miope, consigo distinguir una persona que huye por la puerta de entrada. No entiendo qué ha podido salir mal. Hasta que me pongo las gafas y compruebo, decepcionado, que me acaban de robar el ordenador.

3 comentarios:

Dias de ceniza dijo...

Increíble, yo he pensado millones de veces en hacer eso!

Anónimo dijo...

Has pensado millones de veces en robarle el ordenador a Berjón?

Dias de ceniza dijo...

No, en dejar la puerta abierta xD
Aunque,a estas alturas, no parece mala inversión lo de robarle el ordenador.