viernes, 7 de diciembre de 2012

¡Que viene el lobo!

Lo confieso: he dejado de creer en mí. Mi megalomanía me decía que algún día daría grandes discursos tras los que la gente encendería sus cócteles molotov y se lanzarían contra aquellos centros del poder, arrollando a su paso todos los impedimentos, caminando sobre escudos de policías antidisturbios, saltando las vallas, rompiendo ventanas, abatiendo puertas, ocupando el lugar que, por derecho, les pertenece. Pero eso no es más que lo que sucedía en la ficción, en mi imaginación. La realidad me ha enmudecido, y, como en el cuento de Pedro y el lobo, el verbo se ha hecho carne: el lobo que se inventaron, de tanto alimentarlo ha crecido y se ha comido familias, derechos y esperanzas. Devora todo lo que existe. Y cuando el lobo, con la boca rezumando sangre recién derramada, aparece ante ti, te das cuenta de que es demasiado tarde, de que Goebbels tenía razón, y que la mentira ahora es de verdad. La han repetido tantas veces que ahora existe y se pasea con chulería por las calles, está en los periódicos, en las noticias, en las conversaciones, está incrustada en el cerebro de todos y cada uno de nosotros. Y mientras debatimos, y nos quejamos en la intimidad relativa de una cafetería o defendemos cosas que ni siquiera llegamos a entender con argumentos simplistas como "es lo que hay que hacer", el lobo se está acabando de comer todo el rebaño y cuando vaya a por nosotros no servirán las palabras, será inútil que nos giremos hacia las masas, mutiladas y masacradas, y les pidamos una revolución, porque será demasiado tarde. Incluso puede que ya mismo sea demasiado tarde. Las palabras deben tener un sentido, un efecto, deben ser el impulso nervioso que nos lleva a coger un puñal y plantarnos ante la bestia o que nos lleva a huir lejos de ella. En cualquier caso, lo que acaba siendo un fracaso absoluto es la inacción, que nos acaba convirtiendo en una bolita más en el camino del comecocos: el fracaso es esperar a que retransmitan los sucesos por televisión. Porque tú vas a formar parte de esos sucesos.
Me gustaría estar escribiendo ahora mismo una ficción, un cuento sobre un monstruo imaginario o una bonita historia de amor, pero la realidad ha superado a la ficción. Y no sólo eso: la ha raptado, amordazado, mutilado, violado y asesinado. Yo quiero volver a creer en la ficción, quiero volver a imaginarme en un púlpito, incendiando a las masas. Quiero volver a soñar con mundos que no existen. Pero para ello he tenido que entrar a formar parte del juego macabro de la realidad. He tenido que salir a manifestarme. He tenido que ponerme en huelga indefinida. He tenido que dejar de creer en mí. Para empezar a creer en todos vosotros. No me defraudéis.

jueves, 18 de octubre de 2012

Ø

Nacer.
Pasar de puntillas por el mundo. Sin dejar huella. Y hacer el menor ruido posible.
No aspirar a grandes logros. Evitar realizar cualquier acto notable o llamativo. No aparecer en los libros de Historia. Ni siquiera intentarlo.
En ningún momento ser el héroe o el villano. Conformarse con ser un figurante más. Pasar desapercibido. Parecerse a todo lo que queda entre las estrellas. Ser lo que no importa. Ser como una sombra cuando se va la luz. Ser un grano de arena en el desierto.
No implicarse en nada. No discutir con nadie. No hablar de cosas trascendentes. Ante una pregunta difícil, responder con otra pregunta. Ante la duda, callar.
No bailar en las discotecas.
Evitar juzgar como buena o mala cualquier cosa o persona. Elegir el gris cuando tengas que elegir entre el negro y el blanco. Ser el gris.
No tener mascotas. No tener plantas.
Saludar a los vecinos cuando te los encuentras en el descansillo. No llamar la atención. No contestar a las encuestas. No aparecer bajo ninguna circunstancia en televisión. Negarte a tener tus quince minutos de fama.
Evitar la decepción. No tener esperanzas. Evitar enamorarse. Evitar formar una familia. No dejar descendencia que te pueda recordar.
Olvidar los sueños. Esperar con paciencia la demencia senil.
Envejecer sabiendo lo que ello supone. Caminar con resignación hacia el precipicio. Estar preparado para saltar en cualquier momento. Estar preparado para ver saltar a la gente de tu alrededor.
Dormir. Comer. Respirar. Sobrevivir. Hasta que la vida no suponga ninguna diferencia.
Y lo más importante de todo: no escribir. Nunca. Nada.
Morir.

sábado, 6 de octubre de 2012

Llamadas accidentales

Sucede de vez en cuando. Suena el teléfono en medio de un pesado tedio. En la pantalla aparece un número que no tengo en la agenda del móvil. Las posibilidades son infinitas en el breve espacio de tiempo que tardo en contestar con un vulgar: ¿diga? 
Hola, Alberto, soy un espía secreto y necesito tu ayuda, pero antes, sal inmediatamente de tu casa: va a explotar en breves instantes. ¡Corre!
Un familiar o un amigo ha fallecido y mi teléfono, por alguna indescifrable razón, estaba apuntado en un miserable papel arrugado que descansaba en el interior de su cartera.
O quizás es un amigo que hace tiempo di por muerto, que ha cambiado de número y quiere quedar para ponernos al día, cañas mediante. 
Contesta un gilipollas gastando una broma a un número de teléfono al azar.
Hola, Alberto, soy un psicópata que te está apuntando con un rifle francotirador y si cuelgas el teléfono estás muerto. A partir de ahora vas a hacer lo que te diga, ¿has entendido?
Un tipo con la voz ronca me explica que nunca debí aceptar aquellas condiciones y términos de uso sin haberlas leído.
¿Es usted Alberto? Nos ha costado mucho dar con su teléfono, la verdad. Somos de una editorial que usted seguramente desconoce. Estamos interesados en publicar las estupideces que escribe y pagarle por adelantado.
Hola, le habla Ana María de Orange, ¿es usted el propietario de la línea? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Al otro lado de la línea está una mujer que me pide por favor si soy tan amable de responder las preguntas de una encuesta muy breve y yo acabo cediendo porque en realidad no tengo nada mejor que hacer y no sé qué decir cuando me pregunta cuándo es la última vez que lloré. Ni siquiera entiendo el interés que puede tener esa mierda de encuesta.
Nadie contesta. Sólo se escucha la respiración de alguien al otro lado. Me cago de miedo y cuelgo. 
Nadie contesta. Sólo se escucha la respiración de alguien al otro lado. Dada la aparente timidez de mi interlocutor, aprovecho para romper el hielo contando un chiste malísimo.
Es alguien que conozco que se ha quedado sin batería en su móvil y me llama desde otro teléfono para decirme algo que no tiene mucha importancia. 
Sin dejarme posibilidad de réplica, el tipo del otro lado se pone a recitarme un poema que empieza diciendo algo sobre la nieve en el infierno.
Etcétera.

Sucede de vez en cuando. Suena el teléfono en medio de un pesado tedio. En la pantalla aparece un número que no tengo en la agenda del móvil. Contesto.
–¿Diga?
–Eh, ¿Ernesto?
–No, aquí no hay ningún Ernesto, se debe haber equivocado.
–Ah, vale. Perdón.
Cuelga.
Miro en silencio el teléfono, preocupado. Puede que ahora la casa de Ernesto esté explotando.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Fátum

Cuando menos te lo esperes alguien bajará el telón. Podrás ver, desde la puerta de la estación de servicio, tu coche alejarse hacia la carretera de la vida, mientras te subes la cremallera de la bragueta. Las malas noticias no avisan de su llegada. Simplemente llegan. Tampoco esperes que pueda ser algo memorable. Nadie deja frases para la posteridad justo antes de morir. Las despedidas de verdad no ocurren el día que quedas para despedirte. Se trata de ese tipo de cosas que no se pueden planificar. Déjame mirar mi agenda. Vaya, mañana no puedo quedar contigo porque por la tarde tengo accidente. La agenda de las desgracias tiene unos cuantos huecos para ti, no creas que te vas a ir de rositas. Eso sí, la gracia está en que nunca sabes cuándo será. Así que no te deshagas de la ropa de luto. Es algo que tarde o temprano todo el mundo necesita. La muerte acaba apareciendo. Es como el hambre, la sed o el síndrome de abstinencia: cuestión de tiempo. Gota tras gota se acaba horadando la roca. Nunca subestimes tu capacidad para llorar, puede que algún día te sorprendas a ti mismo con un pañuelo empapado en la mano. Buscando una roca donde sólo queda un montón de arena. El que pone los títulos de crédito lo hace siempre a destiempo.

domingo, 5 de agosto de 2012

Don Quijote

"Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. 
 Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.
F. W. Nietzsche.

Decidió dedicarse a ello, movido en parte por ideales huecos. Como en cierto modo ocurre con todas las cosas, los primeros pasos fueron aburridos. Aprender asuntos técnicos, pelearse con cuestiones básicas de óptica, que si la iluminación Köhler, que si el condensador, que si los objetivos, que si mueve la ruleta, etcétera. Una vez que nuestro protagonista aprendió a enfocar de manera correcta y a no marearse, llegó el turno de aprender a reconocer cosas que no había visto antes. Mejor dicho: primero tuvo que aprender a conocerlas para después, cuando se las volvía a encontrar a través del microscopio, aprender a reconocerlas. Cómo son, qué caracteriza esto y aquello, cómo cambia según la tinción que usemos. Esto resultó ser un periodo tedioso, como ya he dicho, a la par que sumamente absorbente, hasta el punto en el que se vio sorprendido en los momentos más insólitos pensando en células y en las estructuras que éstas formaban, de compras, en la ducha, jugando al póquer, tomando cañas, y así, de pronto nuestro protagonista se veía atrapado en una conversación con algún viejo amigo con la mente en otra parte (¿me estás escuchando? ¿ya has vuelto a despistarte?), y su vida social pasó a verse un tanto restringida por el hermetismo implícito que conlleva el estudio de algo minoritario, que resulta por ello un tema lo suficientemente poco interesante como para que no merezca la pena hablar de ello, y por eso, conforme iba adquiriendo conocimientos sobre el mundo microscópico, comenzó a hablar menos y a pensar más. Demasiado. Incluso con sus compañeros de trabajo y aprendizaje, con quienes podría haber llegado a trabar algún tipo de conversación aprovechando el hecho de compartir el mismo área de conocimiento, dejó progresivamente de hablar, y empezó a caminar por los pasillos cabizbajo todo el rato, ensimismado, ajeno a la realidad y a cualquier tipo de noticia de actualidad. Gastaba sus horas asomándose al abismo microscópico de la soledad de ser el único que está viendo eso en ese preciso instante, teñido de rosa y azul por obra y gracia de la hematoxilina y eosina, con la conciencia de estar ante algo especial a la vez que menospreciado, un corte tan fino que, retroiluminado, enfoca los tejidos en la retina de nuestro protagonista, y así, en un acto de espionaje, de voyeurismo, observa las células de otra persona, sin que ella lo sepa, y las analiza, clasifica y diseca mentalmente: núcleo, citoplasma, estirpe; las desnuda y priva de toda metáfora, la frialdad del bisturí de sus párpados convierte aquello que es examinado, su imagen, en un diagnóstico, en palabras grandilocuentes. Escribía cosas como: "Diagnóstico: Adenocarcinoma de patrón acinar". El puzle de la vida le enseñaba sus piezas más pequeñas, y él se abnegaba por encajarlas. Sus lecturas pasaron a ser puramente científicas, y por tanto, mayoritariamente en inglés, por lo que, entre que hablaba poco, pensaba en cosas concretas, y leía en inglés sobre cosas concretas, su lenguaje se empobreció sobremanera. Lo que al principio abrazó en un acto más emocional que racional, el estudio de la histología y patología, como una forma de buscar la belleza dentro de la ciencia, pasó lentamente a ser, acaso por la rutina, una práctica mecánica movida principalmente por el rigor y, aunque ocasionalmente se permitía opinar subjetivamente sobre algo que estaba viendo, diciendo cosas como "qué bonito", en realidad lo que estaba expresando era un simple pensamiento estadístico: aquello era lo suficientemente infrecuente como para llamarlo "bonito". La belleza como porcentaje. La belleza como algo mesurable. Pasó así el tiempo, perdiendo amigos, incapaz de hacerlos nuevos, solitario y obsesivo, tan introvertido como un agujero negro, aumentando su conocimiento sobre el mundo microscópico y perdiendo la capacidad para entender el mundo macroscópico. Años después, tras unas cuantas publicaciones en revistas de prestigio, ya con cierto reconocimiento como patólogo y científico a nivel internacional, y con gran desconocimiento en sus relaciones personales (si se hubiera suicidado, sus vecinos habrian dicho a los micrófonos de los periodistas que nunca saludaba en el descansillo y que sospechaban que no andaba bien de la cabeza), mientras tomaba una dura decisión en un supermercado (qué marca de detergente elegir), sufrió una crisis epiléptica. Un hombre que pasaba por ahí intentó evitar que se tragara la lengua y se llevó un buen mordisco. Mientras tanto una mujer llamó al 112 y nuestro protagonista fue llevado al hospital. Tras unas horas y unas pruebas de imagen, se descubrió que tenía unas posibles metástasis cerebrales que podían haber producido la crisis. Por eso fue ingresado con el objetivo de encontrar el origen de las metástasis, origen con el que se dio y que, en fin, fue biopsiado. Nuestro protagonista, pese a su avanzada enfermedad, no se sentía excesivamente mal y rogó poder ver su biopsia al microscopio. Al principio se le puso alguna pega pero los médicos acabaron por ceder. Y aquí es donde nos encontramos a nuestro protagonista, con una esperanza de vida de menos de seis meses, asomándose al microscopio como si fuera un espejo, Narciso a través del catalejo, abriendo mucho los ojos, y ahí están, sus células, sus propias células, y el grito, las lágrimas: el descubrimiento de algo terrible, no ya el diagnóstico, ni el pronóstico, ni los porcentajes o los datos, todas esas cosas superficiales; sino el hecho de no reconocerte a ti mismo, de ser el vampiro delante del espejo, impotente, invisible, y no poder hacer nada más que una onomatopeya gutural, como el cerdo atado que comprende que va a ser degollado. La tristeza de comprenderlo y no poder cambiarlo. Descubrir que las piezas del puzle de la vida por fin han encajado y ya sólo falta el ataúd para guardarlas. La infinita tristeza de don Quijote mirando los molinos, sin poder hacer nada más que escribir: "Diagnóstico: Gigantes".

jueves, 5 de julio de 2012

La limpieza del hogar

Cuando hay que limpiar la casa, hecho que parece obvio cuando cualquiera de nosotros resopla y se levanta una nube de polvo finísimo (o no tan fino, ya que a veces se levantan auténticas pelotas tridimensionales de partículas microscópicas entrelazadas en un complejo entramado de pelos, bacterias, restos de piel, comida reseca, etc.), o cuando el color del suelo no es el que tenía (hecho que puede originar largos debates sobre si los cercos marrones del suelo coinciden con el del parqué y por tanto no son más que vetas de la madera o si en realidad es mierda), o cuando la pila de platos del fregadero está tan inestable que han empezado a caerse uno a uno y se rompen contra el suelo de la cocina, o cuando hay suficientes pelos en el desagüe de la ducha como para fabricar una peluca afro, o cuando en el acto de buscar el mando a distancia entre los pliegues del sillón aparece una patata frita fosilizada, o cuando cualquier fin de semana autodestructivo ha tenido lugar y hay demasiadas botellas y latas vacías como para caminar en línea recta, demasiados ceniceros llenos como para poder fumar sin derramar ceniza, y aparecen esos restos de sustancias no especificadas que alguna vez debieron tener una consistencia líquida o gelatinosa y ahora parece que se han solidificado al cabo de 24 horas que resultan altamente repulsivas; en fin, cuando hay que limpiar la casa por el motivo que sea, vamos en manada al supermercado, donde arramplamos en la sección de productos de limpieza, donde cualquier producto químico desinfectante, aromatizado de manera excesiva y mortal en caso de ingestión (accidental o no) se ofrece a precio de saldo, cosa que, a fin de cuentas, es lo que nos diferencia de la gente que vivía en la Edad Media: ellos morían de infecciones que transmitían las plagas y nosotros acabamos con toda esa miríada de agentes infecciosos y así estamos, asmáticos, atópicos y conjuntivíticos pero longevos. El caso es que, como decía, nos hacemos con casi todos los estropajos, guantes, bayetas, abrillantadores, friegasuelos, lejías, amoniacos, limpiacristales, jabones, limpiavitrocerámicas (y eso que no tenemos vitrocerámica, pero esa es otra historia), ceras, productos en gel, líquidos, para disolver en agua, concentrados, de color azul, verde o transparente, da igual, y la gente mira con los ojos desencajados nuestro carro de la compra y estoy seguro de que piensan que vamos a limpiar un palacio o algo así o que somos una panda de esquizofrénicos que han dejado el tratamiento o qué sé yo, pero al final acabamos yendo a casa de vuelta con toda esa materia prima y nos ponemos los chubasqueros, los gorros, los guantes y nos repartimos las botellas de productos tóxicos e irritantes, esta para ti, yo me pido el limpiacristales, etc., y nos ponemos manos a la obra, y es una tarea que llega a ser agotadora, ya que con esos chubasqueros impermeables la piel apenas transpira y se suda demasiado frontando, barriendo, fregando, aspirando si fuera necesario, y es en uno de esos momentos de debilidad espiritual cuando uno de nosotros revienta, no puede más, pierde la cabeza o algo así y grita: ¡a la mierda! o grita: ¡guerra! o grita cualquier otra cosa mientras se lanza sobre el que tenga más cera y le tira encima lo que tenga a mano, como el contenido del cubo de la fregona, o le empieza a disparar con el limpiacristales chorros de líquido con perfume marino, y el otro se tiene que defender, y los demás nos tenemos que unir a uno u otro bando, porque cuanta más gente participe antes se acabará con esto, y claro, eso es un desmadre, con chorros, charcos, fregonas y escobas que chocan en el aire, gotas que caen a cámara lenta, espuma, chubasqueros, cuerpos que caen al suelo, y llega un momento en que alguien se rinde, alguien lo suficientemente exhausto, y entonces hay silencio, miradas cómplices, y estallan los gritos: los vencedores celebran la victoria, dan saltos y tosen de vez en cuando, mientras los perdedores cabizbajos secan lo que pueden y dejan todo de la manera más armoniosa que se puede dejar en semejante estado depresivo, y después todos salimos corriendo a la calle a emborracharnos y a gritar gilipolleces hasta altas horas de la madrugada.

jueves, 7 de junio de 2012

Instrucciones para cuidar el esqueleto

Con vistas al futuro lejano, es recomendable cuidar bien el esqueleto. Para ello es importante evitar en la medida de lo posible las fracturas, ya que pueden llevar a ciertas deformidades antiestéticas. Las medidas básicas de prevención en este aspecto consisten en (1) evitar cualquier actividad física que no sea necesaria, como por ejemplo hacer deporte o bailar, y (2) ser sedentario sin caer en el exceso, ya que el esqueleto necesita ser movilizado para mantenerse en perfecto estado. Caminar a diario o con relativa frecuencia, sin llegar a agotarse, es una buena idea. Para mantener los huesos también es necesario consumir con frecuencia alimentos ricos en calcio desde la niñez, tales como la leche y sus derivados, y tomar el sol de vez en cuando para producir vitamina D. Evite el tabaco, un conocido factor de riesgo de osteoporosis (que con los años favorece la aparición de fracturas). Con estas sencillas medidas de cuidado, por norma general, podrá fallecer con el esqueleto en unas buenas condiciones, si bien es cierto que aquí debemos hacer un pequeño apunte, puesto que el momento de la muerte es clave. Debemos evitar las muertes violentas, pues en ellas los huesos pueden verse gravemente dañados. Por tanto, nada de peleas, nada de circular en coche a alta velocidad (incluso, si es factible, nada de circular en coche), nada de suicidarse tirándose desde la azotea, etcétera. Es verdad que hay ciertas condiciones patológicas que producen, fuera de nuestro control, la destrucción ósea, como pueden ser las metástasis o enfermedades reumatológicas. En caso de que uno se vea afectado por alguna de ellas tendrá que decidir si merece la pena seguir viviendo a pesar del progresivo deterioro óseo. Si se da la situación de que uno se quiere suicidar, por el motivo anterior o por el que sea, es mejor llevarlo a cabo con tóxicos. Esto no debería ser un problema para el suicida, ya que existe una gran variedad de sustancias que pueden ser mortales, lo que permite que el sujeto pueda elegir entre ellas la que le parezca más adecuada, sin tener que por ello poner en riesgo su sistema locomotor. En nuestra opinión es la mejor opción en estos casos. Queda por añadir que, una vez muerto, el esqueleto también puede ser dañado. Evítelo, mientras sigue vivo, dejando en el testamento bien claras las condiciones de sepelio y negándose a ser incinerado, puesto que en el proceso de la cremación los huesos se fragmentan o pulverizan.
Sea como sea, deseamos que con estas sencillas instrucciones se anime a cuidar su esqueleto. Recuerde que con el paso del tiempo y la putrefacción de las partes blandas, nuestro esqueleto quedará como única prueba física de que estuvimos aquí, dispuesto a ser descubierto por cualquiera que lo exhume. Así, llegado el momento, quién no va a querer presumir de una bonita calavera.

viernes, 18 de mayo de 2012

Miedica

Tengo miedo a la muerte porque nunca he estado allí.
Para superarlo, algún día escribiré un libro muy gordo en el que todos los personajes estén muertos. El argumento será una mierda. ¿O qué esperabas? Los muertos ni hablan, ni se mueven. Sólo se pudren.
Algún día yo estaré muerto. Pero nadie escribirá un libro sobre mí: la historia de un hombre del montón que se acabó muriendo. Es demasiado vulgar. En el futuro sólo se escribirán libros que se puedan vender. En realidad, en el futuro sólo existirán cosas que se puedan vender. Y nos acabaremos extinguiendo cuando nadie quiera comprar a nuestros hijos. Que le jodan a Darwin. Aquí lo que manda no es la evolución, es la oferta y la demanda. 

Tengo miedo a la muerte porque no volveré.
Cuando por sorpresa den la luz de esta discoteca que es mi vida y descubra que es la hora de apurar la última copa y buscar el abrigo para volver a casa. Cuando se acabe el concierto y el público no pida que toquen otro bis. Cuando el tren llegue a la estación y tenga que buscar la maleta para bajar al andén. Cuando salgan los títulos de crédito. Dirigido por sí mismo. Producido por error. Cuando tenga que salir de la sala de cine. Esperaré hasta el último momento. Hasta que el encargado me eche a patadas. Por si acaso estás por ahí cerca para poder decirte cuánto te echaré de menos.
Porque tengo miedo a la muerte porque iré sin ti. Solo. Y no hay ningún libro que pueda escribir para superar esto.

domingo, 29 de abril de 2012

La comedia económica

Hemos cambiado el monstruo de debajo de la cama por la economía. Los adultos tenemos que temer las palabras serias: IRPF, recesión, mercado de valores, IVA. Hay que buscar una buena razón para acojonarse, hay que justificar el insomnio de alguna manera. El artista antes conocido como el hombre del saco ahora se llama Ibex 35 y come niños y parados. Los dioses no existen, pero el déficit sí y exige sacrificios humanos en cada Consejo de Ministros en forma de lo que llaman reformas. Después sale por la tele un tipo sudoroso con traje y corbata y nos enseña orgulloso las nuevas Tablas de la Ley: cumplirás el objetivo de déficit sobre todas las cosas. Todo lo demás da igual. Y advierte a los herejes: el Estado de Bienestar es un dios falso y su adoración será castigada con la prisión preventiva. La población asume lo dictado y repite el mantra una y otra vez: la cosa está muy mal y hay que apretarse el cinturón. Los que se sienten rebeldes no saben contra quién tienen que rebelarse. Sueñan con que vuelva el monstruo de debajo de la cama. La economía, dicen, es mucho peor. Han colocado francotiradores en el teatro pero éstos sólo pueden apuntar a los actores y a los figurantes de esta tragicomedia. El público no aplaude y eso implica que el director no saldrá a saludar cuando acabe la función. Parece que nos quedaremos sin regicidio. La obra se retransmite en todo el mundo a través de telediarios y periódicos y nosotros nos conformamos con observar. Pero un espectador se ha atrevido a saltar al escenario y ha gritado una palabra. Creo que ha dicho: ¡libertad! Las ovejas nos hemos mirado las unas a las otras, incrédulas y temerosas. Estábamos esperando que pasara algo pero no algo que nos hiciera tomar una decisión: pasividad o acción. Y si decidimos actuar, ¿cómo? La última rebelión en la granja fue hace mucho tiempo y los animales sabían entonces quién era el granjero. Ahora no hay guión y los actores se han quedado callados, mirando al público, desafiantes. Dejo de mirar a mis compañeros de butaca y compruebo horrorizado que tengo un papel en blanco en el regazo y un bolígrafo en la mano. Tengo la pegajosa sensación de que debo escribir algo antes de que sea demasiado tarde. Como si fuera a servir de algo. Como si yo supiera lo que hay que hacer. Y tú me preguntarás: ¿demasiado tarde para qué? Y aquí estoy, escribiendo un panfleto de mierda como si tratara de desactivar una bomba. Eh, que te he hecho una pregunta: ¿demasiado tarde para qué? El cable rojo, el cable azul: tengo que decidir cuál corto primero. ¿Acaso no me has oído? El alicate tiembla en mis manos. ¿Demasiado tarde para qué?

martes, 3 de abril de 2012

Doble o nada

Tras el estornudo un hilillo de baba ha quedado colgando del labio inferior y gotea suavemente y se cristaliza sobre la camisa a cuadros. Uve Doble lo ignora deliberadamente (o quizás es que no se ha dado cuenta) y enciende su ordenador portátil, un acto que ha automatizado a lo largo de su vida, un acto que alguna vez fue un gesto de libertad y que ha acabado siendo algo carente de esperanza y de sentido, algo similar a ponerse colonia todas las mañanas o a hacer la cama. Uve Doble intentará buscar alguna conexión inalámbrica que no disponga de contraseña. Se acaba de mudar a un piso nuevo y todavía no ha contratado los servicios de conexión a Internet pertinentes para poder realizarse como un ciudadano de principios del siglo XXI. En estos momentos, "poder realizarse" para Uve Doble equivale a ser capaz de conectarse a alguna red social para escribir: ya estoy en el piso nuevo, en breve fiesta de inauguración!!. El ordenador descansa sobre una caja todavía sin desembalar e ilumina con su luz mortecina la cara de Uve Doble: Hopper, vuelve de donde quiera que estés y pinta esto. El caso es que el ordenador acaba por encenderse y Uve Doble, justo antes de iniciar una probablemente infructuosa búsqueda de conexiones prestadas, se sorprende: tiene conexión a Internet. Desplazando el ratón sobre el icono en el que se ven dos pantallas de ordenador y una bola azul (que seguramente represente a la Tierra, pero qué más da), Uve Doble ve el nombre. Conectado actualmente a: Uve001. Acceso: Local e internet. Para el lector que acaba de conocer a Uve Doble en este momento patético, en esta "etapa de transición", como le gusta decir a él, quizás este hecho no resulte sorprendente. En realidad la sorpresa se debe a que ese es el nombre de red que Uve Doble usaba en su anterior piso (conexión que por supuesto había dejado de usar y de pagar y que, en el caso de que se hubiera quedado encendida –cosa imposible ya que en su anterior piso ya había un nuevo inquilino, etc.– no era posible que llegara la señal debido a la distancia entre ambos apartamentos). Así es que, ante la ilógica de la situación, Uve Doble se enfrenta a una decisión difícil de tomar, investigar qué o quién subyace detrás de esa conexión, o bien hacer caso omiso a la coincidencia, ignorando cualquier sentido del peligro y aprovechar para escribir en alguna red social que por fin está en su nuevo piso, ya que a fin de cuentas ese es el objetivo que perseguía y hay que dejarse de gaitas, que si el nombre coincide, pues vaya curiosidad. Así que, Uve Doble, que en realidad es un hombre con recursos, decide escribir por fin eso de que está en su nuevo piso y acto seguido se dispone a ir por los rellanos del edificio con la excusa de presentarse como el nuevo vecino para intentar encontrar una respuesta al enigma de la conexión. Es posible que, si bien el ordenador portátil le convierte en un hombre de su tiempo, el acto de llamar a los timbres de los vecinos del bloque le devuelva a las cloacas más rancias y antiguas del siglo pasado, donde la gente tendía a socializar físicamente y quizás por eso, ya cuando está fuera de su piso, en el rellano, con las llaves apretadas dentro de su mano dentro del bolsillo del pantalón, se siente tan incómodo que por un momento está a punto de ceder ante su curiosidad y volver a la seguridad de las cajas desembaladas, la televisión apagada y la nevera vacía. Pero no, Uve Doble logra vencer esa timidez impropia de un hombre de su edad y comienza su ronda de presentaciones. Hola, soy el nuevo vecino, el del 1ºB, me llamo Uve Doble. La frase se repite puerta tras puerta. La mayoría de los vecinos reaccionan de manera cordial, pero los hay que no abren la puerta y se quedan mirando por la mirilla, aterrorizados ante la idea de que alguien tenga acceso al dintel de su intimidad, o gritan: ¡no compro nada! Pero en general la ronda va bien, y consigue datos de cierto interés, como por ejemplo: hay una chica que está bien buena en el 2ºA o que los del 4ºC tienen un perro que no para de ladrar. En cualquier caso, Uve Doble se detiene ante la puerta del 1ºB, y por una estupidez del automatismo llama al timbre. Cuando se da cuenta de que acaba de llamar a su propio piso y empieza a buscar la llave en su bolsillo, abre la puerta un hombre con cara asustadiza que tiene una gota de saliva cristalizada en la camisa de cuadros.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Programación infantil

Advertencia: este cuento contiene piezas pequeñas que pueden provocar asfixia en caso de ser ingeridas. No recomendado para menores de 3 años.


Pi-pi-pi-pi. El monstruo apaga el despertador y acto seguido da un par de vueltas en la cama, remoloneando, luchando contra sí mismo o quizás contra las sábanas, que han cobrado vida y le agarran con fuerza sobrehumana, y así es como da vueltas a la derecha y a la izquierda, una y otra vez, poniendo cuidado, eso sí, de no aplastar a la hormiguita con la que duerme. Después, el monstruo acaricia a la hormiguita, que tiembla de miedo tras tanto ajetreo, y se levanta como un coloso aturdido, atontado por el madrugón y por los últimos resquicios de la fase REM, llega tambaleándose a la cocina, donde engulle a modo de desayuno lo primero que pilla. Un poco más despejado, se abandona en la ducha cinco minutos y vuelve al cuarto, todavía con el vello un poco húmedo, para vestirse a toda prisa. Mientras se viste, al monstruo le gusta observar en la penumbra la silueta de la hormiguita, que a ratos se finge dormida, pero en realidad la mayor parte del tiempo está observando curiosa su cuerpo destartalado. Antes de irse a trabajar, el monstruo se despide de la hormiguita, generalmente con un beso de gran ternura (para ser un beso de monstruo), aunque a veces se le va la mano (es decir, la boca) y la hormiguita sufre los daños colaterales de semejante muestra de cariño. Una vez en la oficina, el monstruo se dedica a hacer su trabajo lo mejor que puede (obviamente trabaja de monstruo, un puesto apto para su cualificación) y, aunque suele estar concentrado en lo que está haciendo, de vez en cuando no puede evitar pensar en la hormiguita y en qué estará haciendo. Así que en esas ocasiones le hace una llamadita y hablan de cosas intrascendentes (porque hablar de asuntos trascendentes por teléfono es de mala educación). Al final del día, agotado de tanto trabajo, vuelve a casa sin poder dejar de pensar en la hormiguita, en darle un beso y hacer esas cosas que hacen los monstruos con las hormigas, ya sabéis, así que sube a toda prisa las escaleras de su casa, abre la puerta y grita el nombre de la hormiguita. ¡Hormiguita! ¡Hormiguita! Mira en todas las estancias del piso pero no encuentra ni rastro de ella. ¿Hormiguita? No está ni en la cocina, ni en el baño, ni en el salón, ni en la habitación. No está y ni siquiera ha dejado una nota. El monstruo comienza a llorar desconsoladamente y secreta lágrimas de monstruo, de esas que sólo salen cuando algo realmente malo ha sucedido, y llora tanto que se va deshinchando poco a poco, poco a poco (recordad que los monstruos están constituídos en un 99,9% de agua y que ese es el motivo por el que no suelen llorar), hasta hacerse realmente minúsculo, tan pequeño que está a punto de esfumarse, y es entonces, estando en su mínima expresión, en el momento final, justo antes de desaparecer, cuando se da cuenta de que la hormiguita estaba aplastada bajo la suela de su zapato.
Pi-pi-pi-pi. Apago el despertador y acto seguido doy un par de vueltas en la cama.

martes, 7 de febrero de 2012

Niños que querían ser astronautas y trabajan en una sucursal bancaria

Hemos intentado conseguir todo lo que lo demás esperaban de nosotros. O lo que creíamos que los demás esperaban de nosotros. Lo más apropiado. Y así es como hemos conseguido que en cada uno de nosotros haya un pequeño niño traicionado. Porque cuando te preguntaban qué es lo que querías ser de mayor no era para darte opción a serlo. Era para reírse de ti. Qué mono, astronauta [tras el comentario, los adultos beben licores de alta graduación y se ríen con cierta tristeza]. También es cierto que en los periódicos no abundan las ofertas de empleo para astronautas. Aunque tampoco es que haya muchas ofertas de empleo últimamente. De hecho, si nos tuviésemos que fiar de los periódicos, tendríamos que dedicarnos a la prostitución en sus múltiples facetas. Al parecer, Marx se equivocaba de verbo. El trabajo ni aliena, ni dignifica: el trabajo prostituye al hombre. En general, trabajas para poder hacer lo que quieras. Después de trabajar. Se suele ver el trabajo como un medio, no como un fin. Lo único que pedimos es que sea un medio lo menos desagradable posible, por favor. Y tampoco es que tengamos muy claro cuál es el fin que perseguimos. Dinero, perpetuar la especie, supervivencia, felicidad, vacaciones en la playa, unas cervezas el fin de semana, o cualquier otra cosa que se te ocurra. Fines que al final no se parecen en nada a los sueños.
Yo de niño quería ser boxeador, hasta que me enteré de que era un trabajo en el que asumías la posibilidad de sangrar. Después quise ser millonario, para no tener que trabajar. Después quise ser escritor cuando entendí que lo de ser millonario no era un objetivo realista. Y ahora, que no soy ni boxeador, ni millonario, ni escritor, quiero ser niño otra vez.
Resulta que le estoy cogiendo gusto a esto de estar frustrado.