L. tenía la manía de dejar las frases condicionales a medias. Estando todos tan tranquilos, en un ambiente completamente distendido, era en esos momentos cuando de pronto ella nos importunaba con alguna frase como: si algún día me pasara algo malo. Y lo dejaba ahí colgando. Y entonces mirábamos a L., o quizás es que mirábamos a la frase, la cual había irrumpido en medio de nosotros mutilada, incompleta, una frase como una Barbie sin cabeza. Le pedíamos a L. que por favor acabara la frase, pero ella se revolvía con su melena rizada en el sofá, apretaba los labios y respondía que en cierto modo ya estaba acabada. Pero la frase seguía ahí, se sentaba junto a nosotros y lloraba, nosotros la consolábamos en nuestros adentros y nos imaginábamos posibles prótesis con las que curarla. Y ahí se quedaba, estancada, jodiéndonos la velada. Obligándonos a un silencio reflexivo, a reconstruirla, cada uno a su manera. Si algún día me pasara algo malo me gustaría que estuvierais a mi lado, decía Q. Si algún día me pasara algo malo probablemente me lo merezca, se lamentaba J. Si algún día me pasara algo malo espero que se solucione, dije yo, y poco a poco el cuarto se iba llenando de frases condicionales, frases que cada uno revelaba una vez había decidido lo que había que añadir. Como un puzle sin final. Y todo tenía algo de ritual, de explicación: de esto es lo que hay que hacer con tus frases, L.
Y la pequeña L. sonreía divertida enredando su dedo índice en un bucle de pelo infinito, mientras pensaba para sí: si dijera todo lo que pienso, si pensara todo lo que digo.
Y la pequeña L. sonreía divertida enredando su dedo índice en un bucle de pelo infinito, mientras pensaba para sí: si dijera todo lo que pienso, si pensara todo lo que digo.
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