En verdad los seres humanos tienen las mismas necesidades básicas, no importa que sean niños o adultos, todos tienen que comer comida y beber agua.
Cuando yo era joven trabajaba como piloto de aviones. Una vez tuve una avería en el desierto del Sahara. Algo se había estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues apenas tenía agua de beber para ocho días. Al poco de estar allí, escuché una voz detrás de mí. Al girarme tuve que frotarme los ojos. No era una alucinación. ¡Era un niño!
No hay que olvidar que me encontraba a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Así que pueden imaginarse cuál fue mi sorpresa al ver junto a mí a un niño. Debía tratarse de un aborigen de la zona, un tuareg o algo así. Debía haberse extraviado, pero yo no entendía nada de lo que me decía.
El niño debió tomarme por algún tipo de figura paterna, ya que se quedó junto a mí, mientras yo trataba a duras penas de reparar el avión. Apenas lográbamos comunicarnos. Compartíamos el agua que escasamente yo guardaba. A ese ritmo la provisión de agua me iba a durar sólo cuatro días.
Al anochecer del tercer día que pasé en aquel desierto, comprendí que la situación era insostenible. No conseguía arreglar el motor del avión, el agua se agotaba a pasos agigantados, el hambre me atenazaba las entrañas y mi pequeño compañero de penurias no es que me diera mucha conversación. No me quedó más remedio que tomar un decisión terrible. A fin de cuentas, ¿quién iba a echar de menos a un tuareg perdido en el Sahara?
Cuando llegó el sexto día vi una avioneta sobrevolar el cielo. No dudé en lanzar una bengala para que acudiera en mi ayuda. Un piloto francés llamado Bernard me rescató. Por supuesto, no reparó en los huesos que yo había procurado ocultar dos días antes. Nos hicimos amigos. Al poco tiempo, el milagro de mi supervivencia salió en todos los periódicos, con algunas omisiones que ustedes comprenderán.
Ya en mi casa, la conciencia no me dejaba tranquilo por lo sucedido. Así que para acallarla decidí rendir homenaje a aquel niño que me salvó la vida. Le convertí en el protagonista de un cuento, le hice rubio, le di un mensaje precioso que hacer llegar a todo el mundo. Fue un éxito. En el cuento, escribí cómo una serpiente acababa con su vida de un mordisco. En fin, eso ya lo sabe todo el mundo. Lo que nadie sabe es que, en realidad, la serpiente era yo.
Cuando yo era joven trabajaba como piloto de aviones. Una vez tuve una avería en el desierto del Sahara. Algo se había estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues apenas tenía agua de beber para ocho días. Al poco de estar allí, escuché una voz detrás de mí. Al girarme tuve que frotarme los ojos. No era una alucinación. ¡Era un niño!
No hay que olvidar que me encontraba a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Así que pueden imaginarse cuál fue mi sorpresa al ver junto a mí a un niño. Debía tratarse de un aborigen de la zona, un tuareg o algo así. Debía haberse extraviado, pero yo no entendía nada de lo que me decía.
El niño debió tomarme por algún tipo de figura paterna, ya que se quedó junto a mí, mientras yo trataba a duras penas de reparar el avión. Apenas lográbamos comunicarnos. Compartíamos el agua que escasamente yo guardaba. A ese ritmo la provisión de agua me iba a durar sólo cuatro días.
Al anochecer del tercer día que pasé en aquel desierto, comprendí que la situación era insostenible. No conseguía arreglar el motor del avión, el agua se agotaba a pasos agigantados, el hambre me atenazaba las entrañas y mi pequeño compañero de penurias no es que me diera mucha conversación. No me quedó más remedio que tomar un decisión terrible. A fin de cuentas, ¿quién iba a echar de menos a un tuareg perdido en el Sahara?
Cuando llegó el sexto día vi una avioneta sobrevolar el cielo. No dudé en lanzar una bengala para que acudiera en mi ayuda. Un piloto francés llamado Bernard me rescató. Por supuesto, no reparó en los huesos que yo había procurado ocultar dos días antes. Nos hicimos amigos. Al poco tiempo, el milagro de mi supervivencia salió en todos los periódicos, con algunas omisiones que ustedes comprenderán.
Ya en mi casa, la conciencia no me dejaba tranquilo por lo sucedido. Así que para acallarla decidí rendir homenaje a aquel niño que me salvó la vida. Le convertí en el protagonista de un cuento, le hice rubio, le di un mensaje precioso que hacer llegar a todo el mundo. Fue un éxito. En el cuento, escribí cómo una serpiente acababa con su vida de un mordisco. En fin, eso ya lo sabe todo el mundo. Lo que nadie sabe es que, en realidad, la serpiente era yo.
1 comentario:
Menos mal que la cuestión de si se lo tiró o no la tratas.
Y /me se va y guarda a Antoine de Saint-Exupery bajo la almohada dónde no le hagan más daño.
Antoñito se va a acabar mereciendo una canción de Manos de Topo.
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