A ella le gustaba hacer sudokus. A mí me admiraba su facilidad para colocar un 3 donde yo sólo veía un cuadrado en blanco. Me gustaba observar su entrecejo fruncido y la mirada concentrada que bailaba de un lado para otro sobre el cruce de casillas. Y, para qué negarlo, lo que más me fascinaba era cuando, absorta, apoyaba suavemente el lápiz 2HB sobre su labio inferior, para poco después regresarlo sobre la hoja de periódico en un movimiento parabólico perfecto. Era una insinuación inconsciente que me lanzaba cada vez que dudaba entre colocar un 5 o un 9. Yo a modo de réplica encendía un cigarrillo a falta de lapiceros (u otra cosa) que chupar. La compenetración en esta fase oral solía ser bastante buena. Normalmente para cuando ella acababa de decidir qué número colocar yo ya había encendido y fumado buena parte del pitillo. Otras veces ella levantaba la mirada del papel y sus ojos coincidían por azar conmigo, y seguidamente me desdeñaba en cierto modo, prefiriendo concentrarse de nuevo en su universo de 9 dígitos. Yo no me tomaba su actitud muy a pecho porque sabía que, en realidad, el hecho de que ella no rehuyera mi presencia y siguiera haciendo el sudoku como si yo no estuviera allí era una especie de acto de sumisión, un dejar hacer al voyeur de turno que has cazado mientras follas, una aceptación del hecho al fin y al cabo. Yo sonreía cada vez que ella fingía esto (porque sé que lo fingía: sus ojos se clavaban unas décimas de segundo en mí, me veía, ¡me veía!) y me dejaba llevar por sus gestos plenamente naturales: suspirar periódicamente, recogerse el pelo deslizando las yemas de los dedos por encima de la oreja cuando había más melena de la cuenta en su campo de visión, morderse el labio inferior si notaba algo que no encajara en la cuadrícula, sonreír satisfecha cuando lograba adivinar la identidad de algún número que le costaba. Y así seguía el juego, ella iba desentrañando la clave hasta que acababa el sudoku, dejaba el periódico sobre el banco y se iba hacia la parada del bus, indiferente. Yo me quedaba sentado en el banco de enfrente esperando algún gesto, una mano vagamente abierta, una sonrisa, un guiño, que nunca llegaba. Así que me quedaba allí, petrificado, inmerso en un coitus interruptus, esperando a que ella desapareciera en el bus para poder ir hasta el banco de enfrente y coger el periódico garabateado por ella. Cuando nadie me miraba lo olía. Hundía mi nariz sobre el papel. Y era como meter las narices en una biblioteca de tristezas, en trapos de melancolía, en sexos olvidados. Era comprender de golpe y demasiado tarde por qué había que poner un 3 ahí (comprender el porqué ella se tenía que ir obviándome, por qué no podía ser de otra forma). Y era una verdad tan terrible, tan asfixiante, que al final yo tenía que enterrar aquel periódico cada tarde en una papelera para poder dormir. Así sucedió hasta que la dejé de ver. Y junto a su rostro olvidé el secreto de los sudokus.
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