¿Qué salió mal? Número 9 nos dejó claro que el punto de encuentro sería nuestro piso, y no es que nos lo impusiera, sino que nos convenció de que era el mejor lugar para encontrarnos, nos adujo unas razones tan sencillas que asustaban a la razón: que si era el lugar más cercano y a la menos vigilado, que si nadie nos buscaría después de hacerlo en las proximidades, que se imaginarían que estaríamos muy lejos huyendo por alguna carretera secundaria y ese tipo de obviedades en las que no habíamos caído. Yo asentí y apreté la mano de Número 3. Ella respondió con una caricia del pulgar sobre el dorso de mi mano. Supongo que supo que tuve miedo. Una vez establecido el punto de encuentro, que fue lo que más tiempo nos llevó acordar, siempre hasta que Número 9 rompió su silencio y nos habló como quien ilumina desde el final del túnel. Siempre había sido así. Nos juntábamos y 9 permanecía callado con la mirada perdida mientras el resto nos azuzábamos y decíamos algo así como: joder, no tienes ni puta idea, o así no llegamos a ninguna parte. En el momento de empujarnos o darnos de puñetazos o justo antes, él se levantaba y decía tranquilo: ya basta. Aquella voz era mágica y nos detenía, a veces demasiado tarde como para no sangrar por la nariz, y mientras nos reprochábamos en susurros, me has hecho daño, cabrón, él permanecía sereno y arreglaba las cosas proponiendo siempre la única solución. Al menos la única en la que estábamos todos de acuerdo. Mi querida Número 3 tampoco entraba nunca al trapo, pero, a diferencia de 9, ella jamás proponía soluciones, sólo sabía acatar órdenes. Sin duda 3 fue una mercenaria en todos los sentidos de la vida. El caso es que la misión parecía sencilla, yo tenía que ir con Número 3 de la mano (fingiendo ser un matrimonio, cosa que en el fondo tampoco era muy difícil de fingir, si es que acaso fingíamos, ya saben a qué me refiero) y distraer al portero del portal del edificio. Número 9 mientras debía vigilar la operación desde nuestra terraza al fondo de la calle con sus prismáticos. Así que allí estábamos, hablando con ese imbécil octogenario de frivolidades, pero parecía que no tenía ganas de charla, maldita sea. Y justo cuando iba a darse la vuelta a 3 se le ocurrió la locura de proponerle un trío. Qué vergüenza pasé. Sin embargo he de reconocer que la treta funcionó lo suficientemente bien como para que el equipo conformado por 1, 2, 4, 5 y 6 pudieran colarse en el edificio a sus espaldas mientras aquel viejo verde ponía cara de sexo mirando a mi querida Número 3. Yo por mi parte hice como que no estaba seguro de la propuesta y los tres nos pusimos a discutir infructuosamente (por suerte, puesto que yo jamás aceptaría hacer un trío de semejantes características ni aunque fuera por la Causa), cada uno enrocado en nuestras respectivas posiciones: yo negándome y diciendo que eran tonterías de mi mujer, 3 pidiéndome que le hiciera ese favor (y por momentos creía que lo decía en serio), y el portero aduciendo que por él cuanto antes, y después no sé cómo lo hicimos pero acabamos mentando a Rimbaud y a Sade y yo cada vez me ponía más nervioso porque de aquella puerta no salía nadie de los que habían entrado. Por supuesto teníamos un plan de emergencia en caso de que la operación se retrasara por algún imprevisto, como que los pisos tuvieran cerraduras demasiado costosas de forzar o que las familias que estuvieran en aquel momento en sus casas fueran reticentes a atender nuestras sencillas demandas. Cuando el viejo empezó a hablar de posturas sexuales no pude más, miré el reloj: la hora crítica para empezar con el plan de emergencia había pasado. Le dije al portero si podía entrar en el edificio y pedir el teléfono a alguna buena famila, que necesitaba hacer una llamada urgente y no llevábamos encima el móvil. Supongo que él acepto sin oposición alguna porque esa situación le dejaba a solas con 3, la cual ya había encendido un cigarrillo premeditado para aducir que ella no podía acompañarme dentro y que me esperaría ahí fuera con la buena compañía este caballero, cariño. Por tanto, entré en la casa. No sé por qué me confían a mí las situaciones de emergencia, porque siempre me pongo nervioso y sudo y es bastante incómodo, la verdad. Cogí el ascensor y subí a la planta 3, suponiendo que todavía estarían por ahí actuando. Salí al rellano y vi las tres puertas del piso abiertas. Ni un ruido. Así que por aquí ya han pasado, me dije. Subí al siguiente piso y las cosas estaban igual. A veces alguna familia lloraba desconsolada en su respectivo hall de entrada. Así hasta la última planta, donde también encontré las puertas forzadas. En medio del rellano estaba nuestro botín: todos los espejos del edificio, pero no había ni rastro de los muchachos. Nuestro plan de erradicación mundial de espejos había fracasado en su primer intento, esta simple aproximación de prueba que habíamos planeado a escala del barrio. Explicar por qué queríamos hacer tal cosa me llevaría su tiempo. Sólo diré que creímos que era lo más conveniente para mejorar las condiciones de vida de los seres humanos. Y bueno, lo que importa ahora es que yo estaba en ese momento en un callejón sin salida. ¿Por qué no estaba nadie ahí arriba, ni habían montado la polea hacia la parte trasera con el resto del equipo? Algo había salido mal. Al poco, las sirenas de la policía. Me asomo a la ventana y veo a Número 3 correr calle abajo. Como si eso fuera a arreglar algo, mi querida 3. Te echaré de menos. Manos arriba, dice alguien detrás de mí.