Lo primero debería ser aceptar las tazas sucias de café abandonadas en el fregadero, escuchándolas cuchichear entre ellas mientras uno intenta echar la siesta. Después aparecen las motas de polvo, y eso ya conviene tenerlo bastante en cuenta, primero de forma puntual, asomando vergonzosas por debajo de la cama, para después formar grandes manifestaciones por toda la casa, enormes bolas de polvo subiéndose a las estanterías, colonizando los libros, los cedés, la televisión que durante el día está, por lo demás, apagada salvo nueva orden. Paulatinamente el polvo pasa a tapizar absolutamente todo, desafiando las leyes de la física y así se acaba conviviendo con lavabos y váteres llenos de polvo, hasta terminar con los techos cubiertos de polvo, siendo esto último más perceptible cuando uno se tumba boca arriba. A su vez es posible observar cómo en una esquina del salón empiezan a erigirse los periódicos viejos, huérfanos de actualidad, planteando reconstruir una torre de Babel a escala, torre que sabes que jamás llegarán al concluir porque es cuestión de tiempo que acaben amarilleando y pudriéndose en forma de migajas de papel viejo, de ese que al soplar parece como si rompieras capullos llenos de mariposas que flotan y surge ese confeti rancio que abarca la habitación. Por supuesto, en esos momentos el polvo, que está en todo, no desperdicia la oportunidad de desplazarse montado a lomos de los restos de prensa caduca de una punta a otra del salón. Es, en cierto modo, otoño a pesar del calendario y entonces surge la necesidad de recomenzar, coger la escoba y al menos dedicarse a recoger los trozos de periódico, tirarlos a la basura, acumulando otra bolsa más de desperdicios. Las bolsas de basura entonces se dejan en la terraza para evitar el mal ambiente dentro de casa y para mantener la siempre necesaria tensión con el vecindario. A veces baja hasta aquí la chica de arriba, con grave indignación, reclamando la eliminación de toda esa porquería, dice, y a mí me cuesta hablar, quizás por falta de práctica, así que yo miro con seriedad, sonrío y asiento, hasta que consigo arrancar la lengua para pronunciarme al respecto. Alego entonces a favor de la basura, sostengo que ella no tiene la culpa de oler tan mal, que la descomposición es, en buena parte, algo natural y que no somos quién para decidir dónde deben estar esas tristes bolsas. La chica por supuesto no lo entiende, se indigna más todavía, y habla de las ratas y de las infecciones. Yo asiento con la cabeza, sonrío, y concedo por darle un beso, suficiente para dejarla pasmada y seguidamente poder cerrar la puerta antes de que me agreda. Es entonces cuando me planteo de verdad la necesidad de bajar la basura porque en verdad en la terraza apenas cabe más mierda y al final, con gran pesar por mi parte, acabo aceptando que las cosas deben ser así. La chica reaparece al tiempo por mi puerta, por lo usual una vez se da cuenta de que he accedido a sus deseos, aunque ella no concibe que no lo he hecho porque fueran sus deseos sino por un mera falta de espacio, una cuestión física nada más, y esta vez se muestra amable, me dice algo del beso, me invita a cenar o me invita a que la invite a cenar. Yo, que no quiero traspasar la barrera que nos separa, que nos divide entre su pragmatismo del orden y mi dejadez permisiva para con lo que surge, yo, decido entablar una distancia, exponer la excusa y sonreír, no parecer en realidad despreciándola, porque sería una tontería decir sin más que no a una chica tan linda, sino dando a entender que hay algo que no se puede decir que me lo impide, que hay algo detrás de verdad que me impide llevar a cabo algo más real que ese beso. Y me despido como un caballero, le dejo una caricia en el hombro, cierro la puerta y acto seguido escucho cómo en la cocina las malditas tazas no paran de chismorrear. Una enorme bola de polvo se desliza pasillo abajo, retándome burlona. Algo habrá que hacer, digo yo. Y las tazas no paran de chismorrear.
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