Desde que lo vi decidí mantenerme dentro de la circunscripción de la página, no sobrepasar sus fronteras hechas de márgenes, no ir más allá donde vive el hombre grande que bebe y llora y me mira cada poco con sus ojos graves desde el horizonte, desde los límites imprecisos donde acaba el texto y empieza su mundo. Cada vez que me acerco e intento escapar, rozo con los dedos el límite donde él coloca la última letra, noto que entonces es su mirada triste la que me obliga, la que me define y es como si todo fuera piel de gallina, cada maldita letra plasmada sobre el papel es parte de mí, un juego en el que sólo soy el intérprete y el hombre de gafas fuma y bebe y me ordena con sus ojos, me coloca, y yo, para qué negarlo, tengo miedo de fallarle, salirme del guión, de ser algo más que lo que él decida porque, en realidad, hay algo como de respeto, como de entendimiento, porque cuando miro desde el plano hacia el final, y veo sus manos torpemente pasar del vaso a la página y acariciando un cuchillo, me doy cuenta que de no somos tan diferentes, el hombre me ha hecho por necesidad, yo soy un fragmento de él dentro de una hoja. Tendremos que tener valor para acabar nuestras misiones, él usando el cuchillo y yo dando testimonio. Tendremos que dedicarnos a ello, comprendiendo que lo demás es irrelevante. Porque en realidad todo esto no es más que una nota de suicidio.
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