Hice todo lo posible por cerrar los ojos. Incluso probé a desviar la mirada. Pero ahí estabas tú. Como un imán imposible destruyendo todo resquicio de voluntad. Una dictadura que nacía desde tu cuerpo negándome todo lo demás, las paredes, el suelo, el techo, las motas de polvo que nos envuelven y descubrimos cuando entra el sol implacable de la mañana por la ventana. Conseguiste abolir el entorno, aunque esa no fuera tu pretensión, dejándome ahí, expectante, como un Bécquer tuberculoso y consumido, forzándome a hacer de ti una última metáfora empalagosa, porque en estas circunstancias tú eras el mundo y el mundo era todo, y todas esas cosas ñoñas que no me atrevo a decir en voz alta. Y no fue un deseo, fue real, lo sé, aunque tú no notaras nada y no hicieras lo que yo esperaba, aunque no te dieras cuenta del hipnotismo del momento, aunque no te levantaste a cámara lenta, aproximándote como una avalancha de todas las cosas, para después sólo decirme algo, para que después yo dijera alguna imbecilidad sobre la luna, y tú me la negarías sin decir nada, porque la luna no existe si estás tú ahí, porque no hace falta que exista nada más si estás ahí. Y yo no pude cerrar los ojos.
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