Tenía que elegir. Así que opté por los monstruos de siempre. Los que habitaban dentro de las paredes de mi cuarto expresándose mediante el gotelé, los que se reflejaban en el espejo del baño a oscuras, los que se tumbaban a mi lado por las noches y me cantaban nanas porque no puedo dormir, no puedo dormir, mamá. Piensa en algo relajante, respondía ella antes de volver a su cama. Nadie los veía, ni siquiera yo, pero ahí estaba su presencia, como si fueran el aire que quedaba por dentro de las sábanas y que yo intentaba apretar contra mi cuerpo para que desaparecieran. De esa forma regresé al insomnio de mi infancia, a estrellarme contra el patio del colegio y llegar a casa con las rodillas ensangrentadas, a la ignorancia absoluta, al miedo a recorrer el pasillo de mi antiguo hogar, a llegar al baño del fondo y observar la imagen grotesca de una sombra deformada en el espejo del baño, y al enfrentamiento constante con los monstruos que me hablaban de la muerte de mi abuelo y de los insectos necrófagos, volver a aquellos sillones que tiramos a la basura porque podíamos comprarnos un par de sillones buenos, no como esos rotos, viejos y desgastados, aquellos sillones que tanto eché de menos. Tenía que elegir un refugio. Así que opté por el pasado. Porque, puestos a temer algo, mejor que sea algo conocido.
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