La supervivencia social se fundamenta en el acatamiento de una serie de normas nunca escritas, un conjunto de leyes invisibles que nos obligan a sonreír para no preocupar a los demás, a ser amables, a justificar que hemos hecho lo que presuntamente no queríamos hacer por culpa de que habíamos bebido demasiado, como si al estar sobrios y cohibidos hiciéramos siempre lo correcto. También tenemos que saludar a un conocido cuando lo encontramos por la calle, aunque no apetezca, aunque a veces lo que realmente apetece sea correr. Tenemos que llorar de forma comedida, siempre en los momentos que lo precisan, tales como funerales, películas tristes o despedidas. Los demás tendrán que llorar a su vez o, en su defecto, darnos abrazos o realizar otro tipo de acto compasivo. Lo harán porque es lo que hay que hacer. Sin embargo hay que tener cuidado con llorar en momentos inadecuados, con dejarse llevar por algo que no está en las normas, soltar una carcajada inoportuna, golpear un objeto hasta destrozarlo, ese tipo de cosas que nacen de un lugar donde la convivencia no está regida y que surgen de algo demasiado animal, irracional, intrínseco. Algo que asustaría a los demás. A los que siguen la normativa vigente a rajatabla. Si te sales del guión corres el riesgo de que te tachen de loco. O que te cojan del hombro y te susurren al oído que lo que sientes no es real. Será mejor que te calmes, chico, eso no es real. Y lo dicen tan serios. Como si mis lágrimas fueran de mentira.
1 comentario:
Änimo!
Publicar un comentario