Todo es más fácil de perder cuando lo apuestas. Es colocar en un espacio que no pertenece a nadie tus posesiones, embargarlas temporalmente, y esperar que el azar contribuya a que vuelvan engordadas. Bueno, el azar y una buena escalera de color, ya me entienden. Nadie había planeado la partida. Cuando quisimos darnos cuenta ya estaban sobre la mesa los tréboles, las picas, etc. Y el dinero, por supuesto. Bruno siempre tenía a mano una baraja, después alguien cogía el tapete y no había más que decir. La timba de póquer fue evolucionando a su ritmo habitual, con sus piques entre amigos, risas, el humo del tabaco inundando el cuarto, y unos vasitos de coñac que tenía Sebastián reservado para este tipo de ocasiones. Unos ganábamos, otros perdían, y al tiempo alguno pasaba de tener dinero a no tener nada. Yo por mi parte tenía una buena noche, de esas en las que parece que las cartas se juntaban en mis manos, formaban jugadas de forma instantánea, como predestinadas a hacerme la cosa más sencilla. Pedro aprovechó el refranero popular para decirme aquello de afortunado en el juego... pero no quise entrar al trapo. Esa noche sólo importaban las cartas y no quería discutir. Pasaron unas horas y decidimos que aquella iba a ser la última ronda. Y en esto estamos que me llega a las manos un color, un precioso color de corazones: 7, 8, J, K, A. No me cabía la menor duda de que iba a rematar la noche llevándome la última ronda y por eso dije: venga, apuesto todo lo que tengo. Según la masa de dinero se acercaba al centro de la mesa los demás fueron tirando sus cartas como hombres muriendo en un pelotón de fusilamiento: Sebastián, Jordi, Joan, Pedro. Le tocaba hablar a Bruno. Me miró a los ojos. No quedaba nadie más. Si él abandonaba, yo ganaba, todo se cumplía y a dormir la mona. Era lo esperado. Pero Bruno me miró a los ojos. Y jamás podré olvidar esa mirada. Dijo: voy. Puso todo lo que tenía junto a mi apuesta. Sacó un puto póquer de nueves. Más suerte la próxima vez, compadre, añadió sonriendo. Yo miré hacia mis cartas, tiradas en el tapete, inútiles pero bellas. Y vi cómo se hacían pedazos todos mis corazones.
2 comentarios:
un 10, compañero. Has conseguido matrícula de honor.
De los que más me han gustado.
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