Otra vez, después de tanto tiempo, llama a la puerta. Debía estar harto de que le ignorase y decidió finalmente salir de su agujero para buscar la superficie, donde en el fondo nunca se ha sentido muy cómodo, con el único objetivo de enfrentarse a mí. Abro la puerta y ahí está él, fumando con desidia, echándome el humo a la cara. No digo nada. No tengo nada que decirle. Ni siquiera tengo una excusa. Él me habla de cosas terribles y pantanosas. Sin siquiera atravesar el marco de la puerta ya me ha vencido. Otra vez. Siempre que aparece me gana. Sólo tiene que recordarme que no soy un ejemplo a seguir o señalar la habitación a mis espaldas, mostrarme la cara más amarga de mi refugio, describiéndolo sin piedad: aire y suciedad, no hay nada más que te haga compañía. Replico a duras penas, lagrimeando vergonzoso me defiendo y le digo que todavía me queda el futuro, que eso que señala sólo es el pasado. Él levanta una ceja y se ríe con esa risa tan irritante y nasal que tiene, me dice: de qué coño hablas, si el único plan de futuro que tienes es morir. Y ya no puedo decir nada más, tiene razón, así que cedo, le dejo entrar en el cuarto, le permito usar mi ropa, dormir en mi cama, escuchar mi música, beber mi café, fumar mis cigarrillos, controlar mi cuerpo, mi vida, y él se pone cómodo, dictatorial, dice algo sobre que me sobran mocos y lágrimas y me tira un paquete de pañuelos. Al menos sabe lo que necesito.
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